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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
Висенте Бласко-Ибаньес


Предлагаем вниманию читателей роман одного из крупнейших испанских писателей конца XIX – первой трети XX века Висенте Бласко Ибаньеса (1867–1928). В книге приводится неадаптированный текст романа. Сохранена орфография оригинала.





Vicente Blasco Ibа?ez

LA TIERRA DE TODOS





CAP?TULO I


Como todas las ma?anas, el marquеs de Torrebianca saliо tarde de su dormitorio, mostrando cierta inquietud ante la bandeja de plata con cartas y periоdicos que el ayuda de cаmara hab?a dejado sobre la mesa de su biblioteca.

Cuando los sellos de los sobres eran extranjeros, parec?a contento, como si acabase de librarse de un peligro. Si las cartas eran de Par?s, frunc?a el ce?o, preparаndose а una lectura abundante en sinsabores y humillaciones. Ademаs, el membrete impreso en muchas de ellas le anunciaba de antemano la personalidad de tenaces acreedores, haciеndole adivinar su contenido.

Su esposa, llamada «la bella Elena», por una hermosura indiscutible, que sus amigas empezaban а considerar histоrica а causa de su exagerada duraciоn, recib?a con mаs serenidad estas cartas, como si toda su existencia la hubiese pasado entre deudas y reclamaciones. Еl ten?a una concepciоn mаs anticuada del honor, creyendo que es preferible no contraer deudas, y cuando se contraen, hay que pagarlas.

Esta ma?ana las cartas de Par?s no eran muchas: una del establecimiento que hab?a vendido en diez plazos el ?ltimo automоvil de la marquesa, y sоlo llevaba cobrados dos de ellos; varias de otros proveedores – tambiеn de la marquesa – establecidos en cercan?as de la plaza Vend?me, y de comerciantes mаs modestos que facilitaban а crеdito los art?culos necesarios para la manutenciоn y amplio bienestar del matrimonio y su servidumbre.

Los criados de la casa tambiеn pod?an escribir formulando idеnticas reclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la se?ora, que le permitir?a alguna vez salir definitivamente de apuros, y se limitaban а manifestar su disgusto mostrаndose mаs fr?os y estirados en el cumplimiento de sus funciones.

Muchas veces, Torrebianca, despuеs de la lectura de este correo, miraba en torno de еl con asombro. Su esposa daba fiestas y asist?a а todas las mаs famosas de Par?s; ocupaban en la avenida Henri Martin el segundo piso de una casa elegante; frente а su puerta esperaba un hermoso automоvil; ten?an cinco criados… No llegaba а explicarse en virtud de quе leyes misteriosas y equilibrios inconcebibles pod?an mantener еl y su mujer este lujo, contrayendo todos los d?as nuevas deudas y necesitando cada vez mаs dinero para el sostenimiento de su costosa existencia. El dinero que еl lograba aportar desaparec?a como un arroyo en un arenal. Pero «la bella Elena» encontraba lоgica y correcta esta manera de vivir, como si fuese la de todas las personas de su amistad.

Acogiо Torrebianca alegremente el encuentro de un sobre con sello de Italia entre las cartas de los acreedores y las invitaciones para fiestas.

– Es de mamа – dijo en voz baja.

Y empezо а leerla, al mismo que una sonrisa parec?a aclarar su rostro. Sin embargo, la carta era melancоlica, terminando con quejas dulces y resignadas, verdaderas quejas de madre.

Mientras iba leyendo, viо con su imaginaciоn el antiguo palacio de los Torrebianca, allа en Toscana, un edificio enorme y ruinoso circundado de jardines. Los salones, con pavimento de mаrmol multicolor y techos mitolоgicos pintados al fresco, ten?an las paredes desnudas, marcаndose en su polvorienta palidez la huella de los cuadros cеlebres que las adornaban en otra еpoca, hasta que fueron vendidos а los anticuarios de Florencia.

El padre de Torrebianca, no encontrando ya lienzos ni estatuas como sus antecesores, tuvo que hacer moneda con el archivo de la casa, ofreciendo autоgrafos de Maquiavelo, de Miguel Angel y otros florentinos que se hab?an carteado con los grandes personajes de su familia.

Fuera del palacio, unos jardines de tres siglos se extend?an al pie de amplias escalinatas de mаrmol con las balaustradas rotas bajo la pesadez de tortuosos rosales. Los pelda?os, de color de hueso, estaban desunidos por la expansiоn de las plantas parаsitas. En las avenidas, el boj secular, recortado en forma de anchas murallas y profundos arcos de triunfo, era semejante а las ruinas de una metrоpoli ennegrecida por el incendio. Como estos jardines llevaban muchos a?os sin cultivo, iban tomando un aspecto de selva florida. Resonaban bajo el paso de los raros visitantes con ecos melancоlicos que hac?an volar а los pаjaros lo mismo que flechas, esparciendo enjambres de insectos bajo el ramaje y carreras de reptiles entre los troncos.

La madre del marquеs, vestida como una campesina, y sin otro acompa?amiento que el de una muchacha del pa?s, pasaba su existencia en estos salones y jardines, recordando al hijo ausente y discurriendo nuevos medios de proporcionarle dinero.

Sus ?nicos visitantes eran los anticuarios, а los que iba vendiendo los ?ltimos restos de un esplendor saqueado por sus antecesores. Siempre necesitaba enviar algunos miles de liras al ?ltimo Torrebianca, que, seg?n ella cre?a, estaba desempe?ando un papel social digno de su apellido en Londres, en Par?s, en todas las grandes ciudades de la tierra. Y convencida de que la fortuna que favoreciо а los primeros Torrebianca acabar?a por acordarse de su hijo, se alimentaba parcamente, comiendo en una mesita de pino blanco, sobre el pavimento de mаrmol de aquellos salones donde nada quedaba que arrebatar.

Conmovido por la lectura de la carta, el marquеs murmurо varias veces la misma palabra: «Mamа… mamа.»

«Despuеs de mi ?ltimo env?o de dinero, ya no sе quе hacer. ?Si vieses, Federico, quе aspecto tiene ahora la casa en que naciste! No quieren darme por ella ni la vigеsima parte de su valor; pero mientras se presenta un extranjero que desee realmente adquirirla, estoy dispuesta а vender los pavimentos y los techos, que es lo ?nico que vale algo, para que no sufras apuros y nadie ponga en duda el honor de tu nombre. Vivo con muy poco y estoy dispuesta а imponerme todav?a mayores privaciones; pero ?no podrеis t? y Elena limitar vuestros gastos, sin perder el rango que ella merece por ser esposa tuya? Tu mujer, que es tan rica, ?no puede ayudarte en el sostenimiento de tu casa?…»

El marquеs cesо de leer. Le hac?a da?o, como un remordimiento, la simplicidad con que la pobre se?ora formulaba sus quejas y el enga?o en que viv?a. ?Creer rica а Elena! ?Imaginarse que еl pod?a imponer а su esposa una vida ordenada y econоmica, como lo hab?a intentado repetidas veces al principio de su existencia matrimonial!…

La entrada de Elena en la biblioteca cortо sus reflexiones. Eran mаs de las once, y ella iba а dar su paseo diario por la avenida del Bosque de Bolonia para saludar а las personas conocidas y verse saludada por ellas.

Se presentо vestida con una elegancia indiscreta y demasiado ostentosa, que parec?a armonizarse con su gеnero de hermosura. Era alta y se manten?a esbelta gracias а una continua batalla con el engrasamiento de la madurez y а los frecuentes ayunos. Se hallaba entre los treinta y los cuarenta a?os; pero los medios de conservaciоn que proporciona la vida moderna le daban esa tercera juventud que prolonga el esplendor de las mujeres en las grandes ciudades.

Torrebianca sоlo la encontraba defectos cuando viv?a lejos de ella. Al volverla а ver, un sentimiento de admiraciоn le dominaba inmediatamente, haciеndole aceptar todo lo que ella exigiese.

Saludо Elena con una sonrisa, y еl sonriо igualmente. Luego puso ella los brazos en sus hombros y le besо, hablаndole con un ceceo de ni?a, que era para su marido el anuncio de alguna nueva peticiоn. Pero este fraseo pueril no hab?a perdido el poder de conmoverle profundamente, anulando su voluntad.

– ?Buenos d?as, mi cocо!… Me he levantado mаs tarde que otras ma?anas; debo hacer algunas visitas antes de ir al Bosque. Pero no he querido marcharme sin saludar а mi maridito adorado… Otro beso, y me voy.

Se dejо acariciar el marquеs, sonriendo humildemente, con una expresiоn de gratitud que recordaba la de un perro fiel y bueno. Elena acabо por separarse de su marido; pero antes de salir de la biblioteca hizo un gesto como si recordase algo de poca importancia, y detuvo su paso para hablar.

– ?Tienes dinero?…

Cesо de sonreir Torrebianca y pareciо preguntarle con sus ojos: «?Quе cantidad deseas?»

– Poca cosa. Algo as? como ocho mil francos.

Un modisto de la rue de la Paix empezaba а faltarle al respeto por esta deuda, que sоlo databa de tres a?os, amenazаndola con una reclamaciоn judicial. Al ver el gesto de asombro con que su marido acog?a esta demanda, fuе perdiendo la sonrisa pueril que dilataba su rostro; pero todav?a insistiо en emplear su voz de ni?a para gemir con tono dulzоn:

– ?Dices que me amas, Federico, y te niegas а darme esa peque?a cantidad?…

El marquеs indicо con un ademаn que no ten?a dinero, mostrаndole despuеs las cartas de los acreedores amontonadas en la bandeja de plata.

Volviо а sonreir ella; pero ahora su sonrisa fuе cruel.

– Yo podr?a mostrarte – dijo – muchos documentos iguales а esos… Pero t? eres hombre, y los hombres deben traer mucho dinero а su casa para que no sufra su mujercita. ?Cоmo voy а pagar mis deudas si t? no me ayudas?…

Torrebianca la mirо con una expresiоn de asombro.

– Te he dado tanto dinero… ?tanto! Pero todo el que cae en tus manos se desvanece como el humo.

Se indignо Elena, contestando con voz dura:

– No pretenderаs que una se?ora chic y que, seg?n dicen, no es fea, viva de un modo mediocre. Cuando se goza el orgullo de ser el marido de una mujer como yo hay que saber ganar el dinero а millones.

Las ?ltimas palabras ofendieron al marquеs; pero Elena, dаndose cuenta de esto, cambiо rаpidamente de actitud, aproximаndose а еl para poner las manos en sus hombros.

– ?Por quе no le escribes а la vieja?… Tal vez pueda enviarnos ese dinero vendiendo alguna antigualla de tu caserоn paternal.

El tono irrespetuoso de tales palabras acrecentо el mal humor del marido.

– Esa vieja es mi madre, y debes hablar de ella con el respeto que merece. En cuanto а dinero, la pobre se?ora no puede enviar mаs.

Mirо Elena а su esposo con cierto desprecio, diciendo en voz baja, como si se hablase а ella misma:

– Esto me ense?arа а no enamorarme mаs de pobretones… Yo buscarе ese dinero, ya que eres incapaz de proporcionаrmelo.

Pasо por su rostro una expresiоn tan maligna al hablar as?, que su marido se levantо del sillоn frunciendo las cejas.

– Piensa lo que dices… Necesito que me aclares esas palabras.

Pero no pudo seguir hablando. Ella hab?a transformado completamente la expresiоn de su rostro, y empezо а reir con carcajadas infantiles, al mismo tiempo que chocaba sus manos.

– Ya se ha enfadado mi cocо. Ya ha cre?do algo ofensivo para su mujer… ?Pero si yo sоlo te quiero а ti!

Luego se abrazо а еl, besаndole repetidas veces, а pesar de la resistencia que pretend?a oponer а sus caricias. Al fin se dejо dominar por ellas, recobrando su actitud humilde de enamorado.

Elena lo amenazaba graciosamente con un dedo.

– A ver: ?sonr?a usted un poquito, y no sea mala persona!… ?De veras que no puedes darme ese dinero?

Torrebianca hizo un gesto negativo, pero ahora parec?a avergonzado de su impotencia. – No por ello te querrе menos – continuо ella. – Que esperen mis acreedores. Yo procurarе salir de este apuro como he salido de tantos otros. ?Adiоs, Federico!

Y marchо de espaldas hacia la puerta, enviаndole besos hasta que levantо el cortinaje.

Luego, al otro lado de la colgadura, cuando ya no pod?a ser vista, su alegr?a infantil y su sonrisa desaparecieron instantаneamente. Pasо por sus pupilas una expresiоn feroz y su boca hizo una mueca de desprecio.

Tambiеn el marido, al quedar solo, perdiо la ef?mera alegr?a que le hab?an proporcionado las caricias de Elena. Mirо las cartas de los acreedores y la de su madre, volviendo luego а ocupar su sillоn para acodarse en la mesa con la frente en una mano. Todas las inquietudes de la vida presente parec?an haber vuelto а caer sobre еl de golpe, abrumаndolo.

Siempre, en momentos iguales, buscaba Torrebianca los recuerdos de su primera juventud, como si esto pudiera servirle de remedio. La mejor еpoca de su vida hab?a sido а los veinte a?os, cuando era estudiante en la Escuela de Ingenieros de Lieja. Deseoso de renovar con el propio trabajo el deca?do esplendor de su familia, hab?a querido estudiar una carrera «moderna» para lanzarse por el mundo y ganar dinero, como lo hab?an hecho sus remotos antepasados. Los Torrebianca, antes de que los reyes los ennobleciesen dаndoles el t?tulo de marquеs, hab?an sido mercaderes de Florencia, lo mismo que los Mеdicis, yendo а las factor?as de Oriente а conquistar su fortuna. Еl quiso ser ingeniero, como todos los jоvenes de su generaciоn que deseaban una Italia engrandecida por la industria, as? como en otros siglos hab?a sido gloriosa por el arte.

Al recordar su vida de estudiante en Lieja, lo primero que resurg?a en su memoria era la imagen de Manuel Robledo, camarada de estudios y de alojamiento, un espa?ol de carаcter jovial y energ?a tranquila para afrontar los problemas de la existencia diaria. Hab?a sido para еl durante varios a?os como un hermano mayor. Tal vez por esto, en los momentos dif?ciles, Torrebianca se acordaba siempre de su amigo.

?Intrеpido y simpаtico Robledo!… Las pasiones amorosas no le hac?an perder su plаcida serenidad de hombre equilibrado. Sus dos aficiones predominantes en el per?odo de la juventud hab?an sido la buena mesa y la guitarra.

De voluntad fаcil para el enamoramiento, Torrebianca andaba siempre en relaciones con una liejesa, y Robledo, por acompa?arle, se prestaba а fingirse enamorado de alguna amiga de la muchacha. En realidad, durante sus partidas de campo con mujeres, el espa?ol se preocupaba mаs de los preparativos culinarios que de satisfacer el sentimentalismo mаs о menos frаgil de la compa?era que le hab?a deparado la casualidad.

Torrebianca hab?a llegado а ver а travеs de esta alegr?a ruidosa y materialista cierto romanticismo que Robledo pretend?a ocultar como algo vergonzoso. Tal vez hab?a dejado en su pa?s los recuerdos de un amor desgraciado. Muchas noches, el florentino, tendido en la cama de su alojamiento, escuchaba а Robledo, que hac?a gemir dulcemente su guitarra, entonando entre dientes canciones amorosas del lejano pa?s.

Terminados los estudios, se hab?an dicho adiоs con la esperanza de encontrarse al a?o siguiente; pero no se vieron mаs. Torrebianca permaneciо en Europa, y Robledo llevaba muchos a?os vagando por la Amеrica del Sur, siempre como ingeniero, pero plegаndose а las mаs extraordinarias transformaciones, como si reviviesen en еl, por ser espa?ol, las inquietudes aventureras de los antiguos conquistadores.

De tarde en tarde escrib?a alguna carta, hablando del pasado mаs que del presente; pero а pesar de esta discreciоn, Torrebianca ten?a la vaga idea de que su amigo hab?a llegado а ser general en una peque?a Rep?blica de la Amеrica del Centro.

Su ?ltima carta era de dos a?os antes. Trabajaba entonces en la Rep?blica Argentina, hastiado ya de aventuras en pa?ses de continuo sacudimiento revolucionario. Se limitaba а ser ingeniero, y serv?a unas veces al gobierno y otras а empresas particulares, construyendo canales y ferrocarriles. El orgullo de dirigir los avances de la civilizaciоn а travеs del desierto le hac?a soportar alegremente las privaciones de esta existencia dura.

Guardaba Torrebianca entre sus papeles un retrato enviado por Robledo, en el que aparec?a а caballo, cubierta la cabeza con un casco blanco y el cuerpo con un poncho. Varios mestizos colocaban piquetes con banderolas en una llanura de aspecto salvaje, que por primera vez iba а sentir las huellas de la civilizaciоn material.

Cuando recibiо este retrato, deb?a tener Robledo treinta y siete a?os: la misma edad que еl. Ahora estaba cerca de los cuarenta; pero su aspecto, а juzgar por la fotograf?a, era mejor que el de Torrebianca. La vida de aventuras en lejanos pa?ses no le hab?a envejecido. Parec?a mаs corpulento a?n que en su juventud; pero su rostro mostraba la alegr?a serena de un perfecto equilibrio f?sico.

Torrebianca, de estatura mediana, mаs bien bajo que alto, y enjuto de carnes, guardaba una agilidad nerviosa gracias а sus aficiones deportivas, y especialmente al manejo de las armas, que hab?a sido siempre la mаs predominante de sus aficiones; pero su rostro delataba una vejez prematura. Abundaban en еl las arrugas; los ojos ten?an en su vеrtice un fruncimiento de cansancio; los aladares de su cabeza eran blancos, contrastаndose con el vеrtice, que continuaba siendo negro. Las comisuras de la boca ca?an desalentadas bajo el bigote recortado, con una mueca que parec?a revelar el debilitamiento de la voluntad.

Esta diferencia f?sica entre еl y Robledo le hac?a considerar а su camarada como un protector, capaz de seguir guiаndole lo mismo que en su juventud.

Al surgir en su memoria esta ma?ana la imagen del espa?ol, pensо, como siempre: «?Si le tuviese aqu?!… Sabr?a infundirme su energ?a de hombre verdaderamente fuerte.»

Quedо meditabundo, y algunos minutos despuеs levantо la cabeza, dаndose cuenta de que su ayuda de cаmara hab?a entrado en la habitaciоn.

Se esforzо por ocultar su inquietud al enterarse de que un se?or deseaba verle y no hab?a querido dar su nombre. Era tal vez alg?n acreedor de su esposa, que se val?a de este medio para llegar hasta еl.

– Parece extranjero – siguiо diciendo el criado – , y afirma que es de la familia del se?or marquеs.

Tuvo un presentimiento Torrebianca que le hizo sonreir inmediatamente por considerarlo disparatado. ?No ser?a este desconocido su camarada Robledo, que se presentaba con una oportunidad inveros?mil, como esos personajes de las comedias que aparecen en el momento preciso?… Pero era absurdo que Robledo, habitante del otro lado del planeta, estuviese pronto а dejarse ver como un actor que aguarda entre bastidores. No. La vida no ofrece casualidades de tal especie. Esto sоlo se ve en el teatro y en los libros.

Indicо con un gesto enеrgico su voluntad de no recibir al desconocido; pero en el mismo instante se levantо el cortinaje de la puerta, entrando alguien con un aplomo que escandalizо al ayuda de cаmara.

Era el intruso, que, cansado de esperar en la antesala, se hab?a metido audazmente en la pieza mаs prоxima.

Se indignо el marquеs ante tal irrupciоn; y como era de carаcter fаcilmente agresivo, avanzо hacia еl con aire amenazador. Pero el hombre, que re?a de su propio atrevimiento, al ver а Torrebianca levantо los brazos, gritando:

– Apuesto а que no me conoces… ?Quiеn soy?

Le mirо fijamente el marquеs y no pudo reconocerlo. Despuеs sus ojos fueron expresando paulatinamente la duda y una nueva convicciоn.

Ten?a la tez obscurecida por la doble causticidad del sol y del fr?o. Llevaba unos bigotes cortos, y Robledo aparec?a con barba en todos sus retratos… Pero de pronto encontrо en los ojos de este hombre algo que le pertenec?a, por haberlo visto mucho en su juventud. Ademаs, su alta estatura… su sonrisa… su cuerpo vigoroso…

– ?Robledo! – dijo al fin.

Y los dos amigos se abrazaron.

Desapareciо el criado, considerando inoportuna su presencia, y poco despuеs se vieron sentados y fumando.

Cruzaban miradas afectuosas е interrump?an sus palabras para estrecharse las manos о acariciarse las rodillas con vigorosas palmadas.

La curiosidad del marquеs, despuеs de tantos a?os de ausencia, fuе mаs viva que la del reciеn llegado.

– ?Vienes por mucho tiempo а Par?s? – preguntо а Robledo.

– Por unos meses nada mаs.

Despuеs de forzar durante diez a?os el misterio de los desiertos americanos, lanzando а travеs de su virginidad, tan antigua como el planeta, l?neas fеrreas, caminos y canales, necesitaba «darse un ba?o de civilizaciоn».

– Vengo – a?adiо – para ver si los restoranes de Par?s siguen mereciendo su antigua fama, y si los vinos de esta tierra no han deca?do. Sоlo aqu? puede comerse el Brie fresco, y yo tengo hambre de este queso hace muchos a?os.

El marquеs riо. ?Hacer un viaje de tres mil leguas de mar para comer y beber en Par?s!… Siempre el mismo Robledo. Luego le preguntо con interеs:

– ?Eres rico?…

– Siempre pobre – contestо el ingeniero. – Pero como estoy solo en el mundo y no tengo mujer, que es el mаs caro de los lujos, podrе hacer la misma vida de un gran millonario yanqui durante algunos meses. Cuento con los ahorros de varios a?os de trabajo allа en el desierto, donde apenas hay gastos.

Mirо Robledo en torno de еl, apreciando con gestos admirativos el lujoso amueblado de la habitaciоn.

– T? s? que eres rico, por lo que veo.

La contestaciоn del marquеs fuе una sonrisa enigmаtica. Luego, estas palabras parecieron despertar su tristeza.

– Hаblame de tu vida – continuо Robledo. – T? has recibido noticias m?as; yo, en cambio, he sabido muy poco de ti. Deben haberse perdido muchas de tus cartas, lo que no es extraordinario, pues hasta los ?ltimos a?os he ido de un lugar а otro, sin echar ra?ces. Algo supe, sin embargo, de tu vida. Creo que te casaste.

Torrebianca hizo un gesto afirmativo, y dijo gravemente:

– Me casе con una dama rusa, viuda de un alto funcionario de la corte del zar… La conoc? en Londres. La encontrе muchas veces en tertulias aristocrаticas y en castillos adonde hab?amos sido invitados. Al fin nos casamos, y hemos llevado desde entonces una existencia muy elegante, pero muy cara.

Callо un momento, como si quisiera apreciar el efecto que causaba en Robledo este resumen de su vida. Pero el espa?ol permaneciо silencioso, queriendo saber mаs.

– Como t? llevas una existencia de hombre primitivo, ignoras felizmente lo que cuesta vivir de este modo… He tenido que trabajar mucho para no irme а fondo, ?y a?n as?!… Mi pobre madre me ayuda con lo poco que puede extraer de las ruinas de nuestra familia.

Pero Torrebianca pareciо arrepentirse del tono quejumbroso con que hablaba. Un optimismo, que media hora antes hubiese considerado absurdo, le hizo sonreir confiadamente.

– En realidad no puedo quejarme, pues cuento con un apoyo poderoso. El banquero Fontenoy es amigo nuestro. Tal vez has o?do hablar de еl. Tiene negocios en las cinco partes del mundo.

Moviо su cabeza Robledo. No; nunca hab?a o?do tal nombre.

– Es un antiguo amigo de la familia de mi mujer. Gracias а Fontenoy, soy director de importantes explotaciones en pa?ses lejanos, lo que me proporciona un sueldo respetable, que en otros tiempos me hubiese parecido la riqueza.

Robledo mostrо una curiosidad profesional. «?Explotaciones en pa?ses lejanos!…» El ingeniero quer?a saber, y acosо а su amigo con preguntas precisas. Pero Torrebianca empezо а mostrar cierta inquietud en sus respuestas. Balbuceaba, al mismo tiempo que su rostro, siempre de una palidez verdosa, se enrojec?a ligeramente.

– Son negocios en Asia y en Аfrica: minas de oro… minas de otros metales… un ferrocarril en China… una Compa??a de navegaciоn para sacar los grandes productos de los arrozales del Tonk?n… En realidad yo no he estudiado esas explotaciones directamente; me faltо siempre el tiempo necesario para hacer el viaje. Ademаs, me es imposible vivir lejos de mi mujer. Pero Fontenoy, que es una gran cabeza, las ha visitado todas, y tengo en еl una confianza absoluta. Yo no hago en realidad mas que poner mi firma en los informes de las personas competentes que еl env?a allа, para tranquilidad de los accionistas.

El espa?ol no pudo evitar que sus ojos reflejasen cierto asombro al oir estas palabras.

Su amigo, dаndose cuenta de ello, quiso cambiar el curso de la conversaciоn. Hablо de su mujer con cierto orgullo, como si considerase el mayor triunfo de su existencia que ella hubiese accedido а ser su esposa.

Reconoc?a la gran influencia de seducciоn que Elena parec?a ejercer sobre todo lo que le rodeaba. Pero como jamаs hab?a sentido la menor duda acerca de su fidelidad conyugal, mostrаbase orgulloso de avanzar humildemente detrаs de ella, emergiendo apenas sobre la estela de su marcha arrolladura. En realidad, todo lo que era еl: sus empleos generosamente retribu?dos, las invitaciones de que se ve?a objeto, el agrado con que le recib?an en todas partes, lo deb?a а ser el esposo de «la bella Elena».

– La verаs dentro de poco… porque t? vas а quedarte а almorzar con nosotros. No digas que no. Tengo buenos vinos, y ya que has venido del otro lado de la tierra para comer queso de Brie, te lo darе hasta matarte de una indigestiоn.

Luego abandonо su tono de broma, para decir con voz emocionada:

– No sabes cuаnto me alegra que conozcas а mi mujer. Nada te digo de su hermosura; las gentes la llaman «la bella Elena»; pero su hermosura no es lo mejor. Aprecio mаs su carаcter casi infantil. Es caprichosa algunas veces, y necesita mucho dinero para su vida; pero ?quе mujer no es as??… Creo que Elena tambiеn se alegrarа de conocerte… ?Le he hablado tantas veces de mi amigo Robledo!…




CAP?TULO II


La marquesa de Torrebianca encontrо «altamente interesante» al amigo de su esposo.

Hab?a regresado а su casa muy contenta. Sus preocupaciones de horas antes por la falta de dinero parec?an olvidadas, como si hubiese encontrado el medio de amansar а su acreedor о de pagarle.

Durante el almuerzo, tuvo Robledo que hablar mucho para responder а las preguntas de ella, satisfaciendo la vehemente curiosidad que parec?an inspirarle todos los episodios de su vida.

Al enterarse de que el ingeniero no era rico, hizo un gesto de duda. Ten?a por inveros?mil que un habitante de Amеrica, lo mismo la del Norte que la del Sur, no poseyese millones. Pensaba por instinto, como la mayor parte de los europeos, siеndole necesaria una lenta reflexiоn para convencerse de que en el Nuevo Mundo pueden existir pobres como en todas partes.

– Yo soy todav?a pobre – continuо Robledo – ; pero procurarе terminar mis d?as como millonario, aunque solo sea para no desilusionar а las gentes convencidas que todo el que va а Amеrica debe ganar forzosamente una gran fortuna, dejаndola en herencia а sus sobrinos de Europa.

Esto le llevо а hablar de los trabajos que estaba realizando en la Patagonia.

Se hab?a cansado de trabajar para los demаs, y teniendo por socio а cierto joven norteamericano, se ocupaba en la colonizaciоn de unos cuantos miles de hectаreas junto al r?o Negro. En esta empresa hab?a arriesgado sus ahorros, los de su compa?ero, е importantes cantidades prestadas por los Bancos de Buenos Aires; pero consideraba el negocio seguro y extraordinariamente remunerador.

Su trabajo era transformar en campos de regad?o las tierras yermas е incultas adquiridas а bajo precio. El gobierno argentino estaba realizando grandes obras en el r?o Negro, para captar parte de sus aguas. Еl hab?a intervenido como ingeniero en este trabajo dif?cil, empezado a?os antes. Luego presentо su dimisiоn para hacerse colonizador, comprando tierras que iban а quedar en la zona de la irrigaciоn futura.

– Es asunto de algunos a?os, о tal vez de algunos meses – a?adiо. – Todo consiste en que el r?o se muestre amable, prestаndose а que le crucen el pecho con un dique, y no se permita una crecida extraordinaria, una convulsiоn de las que son frecuentes allа y destruyen en unas horas todo el trabajo de varios a?os, obligando а empezarlo otra vez. Mientras tanto, mi asociado y yo hacemos con gran econom?a los canales secundarios y las demаs arterias que han de fecundar nuestras tierras estеriles; y el d?a en que el dique estе terminado y las aguas lleguen а nuestras tierras…

Se detuvo Robledo, sonriendo con modestia.

– Entonces – continuо – serе un millonario а la americana ?Quiеn sabe hasta dоnde puede llegar mi fortuna?… Una legua de tierra regada vale millones… y yo tengo varias leguas.

La bella Elena le o?a con gran interеs; pero Robledo, sintiеndose inquieto por la expresiоn momentаneamente admirativa de sus ojos de pupilas verdes con reflejos de oro, se apresurо а a?adir:

– ?Esta fortuna puede retrasarse tambiеn tantos a?os!… Es posible que sоlo llegue а m? cuando me vea prоximo а la muerte, y sean los hijos de una hermana que tengo en Espa?a los que gocen el producto de lo mucho que he trabajado y rabiado allа.

Le hizo contar Elena cоmo era su vida en el desierto patagоnico, inmensa llanura barrida en invierno por hu-racanes fr?os que levantan columnas de polvo, y sin mаs habitantes naturales que las bandas de avestruces y el puma vagabundo, que, cuando siente hambre, osa atacar al hombre solitario.

Al principio la poblaciоn humana hab?a estado representada por las bandas de indios que vivaqueaban en las orillas de los r?os y por fugitivos de Chile о la Argentina, lanzados а travеs de las tierras salvajes para huir de los delitos que dejaban а sus espaldas. Ahora, los antiguos fortines, guarnecidos por los destacamentos que el gobierno hab?a hecho avanzar desde Buenos Aires para que tomasen posesiоn del desierto, se convert?an en pueblos, separados unos de otros por centenares de kilоmetros.

Entre dos poblaciones de estas, considerablemente alejadas, era donde viv?a Robledo, transformando su campamento de trabajadores en un pueblo que tal vez antes de medio siglo llegase а ser una ciudad de cierta importancia. En Amеrica no eran raros prodigios de esta clase.

Le escuchaba Elena con deleite, lo mismo que cuando, en el teatro о en el cinematоgrafo, sent?a despertada su curiosidad por una fаbula interesante.

– Eso es vivir – dec?a. – Eso es llevar una existencia digna de un hombre.

Y sus ojos dorados se apartaban de Robledo para mirar con cierta conmiseraciоn а su esposo, como si viese en еl una imagen de todas las flojedades de la vida muelle y extremadamente civilizada, que aborrec?a en aquellos momentos.

– Ademаs, as? es como se gana una gran fortuna. Yo sоlo creo que son hombres los que alcanzan victorias en las guerras о los capitanes del dinero que conquistan millones… Aunque mujer, me gustar?a vivir esa existencia enеrgica y abundante en peligros.

Robledo, para evitar а su amigo las recriminaciones de un entusiasmo expresado por ella con cierta agresividad, hablо de las miserias que se sufren lejos de las tierras civilizadas. Entonces la marquesa pareciо sentir menos admiraciоn por la vida de aventuras, confesando al fin que prefer?a su existencia en Par?s.

– Pero me hubiera gastado – a?adiо con voz melancоlica – que el hombre que fuese mi esposo viviera as?, conquistando una riqueza enorme. Vendr?a а verme todos los a?os, yo pensar?a en еl а todas horas, е ir?a tambiеn alguna vez а compartir durante unos meses su vida salvaje. En fin, ser?a una existencia mаs interesante que la que llevamos en Par?s;

y al final de ella, la riqueza, una verdadera riqueza, inmensa, novelesca, como rara vez se ve en el viejo mundo.

Se detuvo un instante, para a?adir con gravedad, mirando а Robledo:

– Usted parece que da poca importancia а la riqueza, y si la busca es por satisfacer su deseo de acciоn, por dar empleo а sus energ?as. Pero no sabe lo que es ni lo que representa. Un hombre de su temple tiene pocas necesidades. Para conocer lo que vale el dinero y lo que puede dar de s?, se necesita vivir al lado de una mujer.

Volviо а mirar а Torrebianca, y terminо diciendo:

– Por desgracia, los que llevan con ellos а una mujer carecen casi siempre de esa fuerza que ayuda а realizar sus grandes empresas а los hombres solitarios.

Despuеs de este almuerzo, durante el cual sоlo se hablо del poder del dinero y de aventuras en el Nuevo Mundo, el colonizador frecuentо la casa, como si perteneciese а la familia de sus due?os.

– Le has sido muy simpаtico а Elena – dec?a Torrebianca. – ?Pero muy simpаtico!

Y se mostraba satisfecho, como si esto equivaliese а un triunfo, no ocultando el disgusto que le habr?a producido verse obligado а escoger entre su esposa y su compa?ero de juventud, en el caso de mutua antipat?a.

Por su parte, Robledo se mostraba indeciso y como desorientado al pensar en Elena. Cuando estaba en su presencia, le era imposible resistirse al poder de seducciоn que parec?a emanar de su persona. Ella le trataba con la confianza del parentesco, como si fuese un hermano de su marido. Quer?a ser su iniciadora y maestra en la vida de Par?s, dаndole consejos para que no abusasen de su credulidad de reciеn llegado. Le acompa?aba para que conociese los lugares mаs elegantes, а la hora del tе о por la noche, despuеs de la comida.

La expresiоn maligna y pueril а un mismo tiempo de sus ojos imperturbables y el ceceo infantil con que pronunciaba а veces sus palabras hac?an gran efecto en el colonizador.

– Es una ni?a – se dijo muchas veces – ; su marido no se equivoca. Tiene todas las malicias de las mu?ecas creadas por la vida moderna, y debe resultar terriblemente cara… Pero debajo de eso, que no es mas que una costra exterior, tal vez existe solamente una mentalidad algo simple.

Cuando no la ve?a y estaba lejos de la influencia de sus ojos, se mostraba menos optimista, sonriendo con una admiraciоn irоnica de la credulidad de su amigo. ?Quiеn era verdaderamente esta mujer, y dоnde hab?a ido Torrebianca а encontrarla?…

Su historia la conoc?a ?nicamente por las palabras del esposo. Era viuda de un alto funcionario de la corte de los Zares; pero la personalidad del primer marido, con ser tan brillante, resultaba algo indecisa. Unas veces hab?a sido, seg?n ella, Gran Mariscal de la corte; otras, simple general, y el que verdaderamente pod?a ostentar una historia de heroicos antepasados era su propio padre.

Al repetir Torrebianca las afirmaciones de esta mujer, que le inspiraba amor y orgullo al mismo tiempo, hac?a memoria de un sinn?mero de personajes de la corte rusa о de grandes damas amantes de los emperadores, todos parientes de Elena; pero еl no los hab?a visto nunca, por estar muertos desde muchos a?os antes о vivir en sus lejanas tierras, enormes como Estados.

Las palabras de ella tambiеn alarmaban а Robledo. Nunca hab?a estado en Amеrica, y sin embargo, una tarde, en un tе del Ritz, le hablо de su paso por San Francisco de California, cuando era ni?a. Otras veces dejaba rodar aturdidamente en el curso de su conversaciоn nombres de ciudades remotas о de personajes de fama universal, como si los conociese mucho. Nunca pudo saber con certeza cuаntos idiomas pose?a.

– Los hablo todos – contestо Elena en espa?ol un d?a que Robledo le hizo esta pregunta.

Contaba anеcdotas algo atrevidas, como si las hubiese escuchado а otras personas; pero lo hac?a de tal modo, que el colonizador llegо algunas veces а sospechar si ser?a ella la verdadera protagonista.

«?Dоnde no ha estado esta mujer?… – pensaba. – Parece haber vivido mil existencias en pocos a?os. Es imposible que todo eso haya podido ocurrir en los tiempos de su marido, el personaje ruso.»

Si intentaba explorar а su amigo para adquirir noticias, la fe de еste en el pasado de su mujer era como una muralla de credulidad, dura е inconmovible, que cortaba el avance de toda averiguaciоn. Pero llegо а adquirir la certeza de que su amigo sоlo conoc?a la historia de Elena а partir del momento que la encontrо por primera vez en Londres. Toda su existencia anterior la sab?a por lo que ella hab?a querido contarle.

Pensо que Federico, al contraer matrimonio, habr?a tenido indudablemente conocimiento del origen de su esposa por los documentos que exige la preparaciоn de la ceremonia nupcial. Luego se viо obligado а desechar esta hipоtesis. El casamiento hab?a sido en Londres, uno de esos matrimonios rаpidos como se ven en las cintas cinematogrаficas, y para el cual sоlo son necesarios un sacerdote que lea el libro santo, dos testigos y algunos papeles examinados а la ligera.

Acabо el espa?ol por arrepentirse de tantas dudas. Federico se mostraba contento y hasta orgulloso de su matrimonio, y еl no ten?a derecho а intervenir en la vida domеstica de los otros. Ademаs, sus sospechas bien pod?an ser el resultado de su falta de adaptaciоn – natural en un salvaje – al verse en plena vida de Par?s.

Elena era una dama del gran mundo, una mujer elegante de las que еl no hab?a tratado nunca. Sоlo al matrimonio de su amigo deb?a esta amistad extraordinaria, que forzosamente hab?a de chocar con sus costumbres anteriores. A veces hasta encontraba lоgico lo que momentos antes le hab?a producido inmensa extra?eza. Era su ignorancia, su falta de educaciоn, la que le hac?a incurrir en tantas sospechas y malos pensamientos. Luego le bastaba ver la sonrisa de Elena y la caricia de sus pupilas verdes y doradas para mostrar una confianza y una admiraciоn iguales а las de Federico.

Viv?a en un hotel antiguo, cerca del bulevar de los Italianos, por haberlo admirado en otros tiempos como un lugar de paradis?acas delicias, cuando era estudiante de escasos recursos y estaba de paso en Par?s; pero las mаs de sus comidas las hac?a con Torrebianca y su mujer. Unas veces eran еstos los que le invitaban а su mesa; otras los invitaba еl а los restoranes mаs cеlebres.

Ademаs, Elena le hizo asistir а algunos tеs en su casa, presentаndolo а sus amigas. Mostraba un placer infantil en contrariar los gustos del «oso patagоnico», como ella apodaba а Robledo, а pesar de las protestas de еste, que nunca hab?a visto osos en la Argentina austral. Como еl abominaba de tales reuniones, Elena se val?a de diversas astucias para que asistiese а ellas.

Tambiеn fuе conociendo а los amigos mаs importantes de la casa en las comidas de ceremonia dadas por los Torrebianca. La marquesa no presentaba al espa?ol como un ingeniero que a?n estaba en la parte preliminar de sus empresas, la mаs dif?cil y aventurada, sino como un triunfador venido de una Amеrica maravillosa con much?simos millones.

Dec?a esto а sus espaldas, y еl no pod?a explicarse el respeto con que le trataban los otros invitados y la simpаtica atenciоn con que le o?an apenas pronunciaba algunas palabras.

As? conociо а varios diputados y periodistas, amigos del banquero Fontenoy, que eran los convidados mаs importantes. Tambiеn conociо al banquero, hombre de mediana edad, completamente afeitado y con la cabeza canosa, que imitaba el aspecto y los gestos de los hombres de negocios norteamericanos. Robledo, contemplаndole, se acordaba de еl mismo cuando viv?a en Buenos Aires y hab?a de pagar al d?a siguiente una letra, no teniendo reunida a?n la cantidad necesaria. Fontenoy ofrec?a la imagen que se forma el vulgo de un hombre de dinero, director de importantes negocios en diversos lugares de la tierra. Todo en su persona parec?a respirar seguridad y convicciоn de la propia fuerza. Pero а veces, como si olvidase el presente inmediato, frunc?a el ce?o, quedando pensativo y completamente ajeno а cuanto le rodeaba.

– Piensa alguna nueva combinaciоn maravillosa – dec?a Torrebianca а su amigo. – Es admirable la cabeza de este hombre.

Pero Robledo, sin saber por quе, se acordaba otra vez de sus inquietudes y las de tantos otros allа en Buenos Aires, cuando hab?an tomado dinero en los Bancos а noventa d?as vista y era preciso devolverlo а la ma?ana siguiente.

Una noche, al salir de casa de los Torrebianca, quiso Robledo marchar а pie por la avenida Henri Martin hasta el Trocadero, donde tomar?a el Metro. Iba con еl uno de los invitados а la comida, personaje equ?voco que hab?a ocupado el ?ltimo asiento en la mesa, y parec?a satisfecho de marchar junto а un millonario sudamericano.

Era un protegido de Fontenoy y publicaba un periоdico de negocios inspirado por el banquero. Su acidez de parаsito nece-sitaba expansionarse, criticando а todos sus protectores apenas se alejaba de ellos. A los pocos pasos sintiо la necesidad de pagar la comida reciente hablando mal de los due?os de la casa. Sab?a que Robledo era compa?ero de estudios del marquеs.

– Y а su esposa, ?la conoce usted tambiеn hace mucho tiempo?…

El maligno personaje sonriо al enterarse de que Robledo la hab?a visto por primera vez unas semanas antes.

– ?Rusa?… ?Cree usted verdaderamente que es rusa?… Eso lo cuenta ella, as? como las otras fаbulas de su primer marido, Gran Mariscal de la corte, y de toda su noble parentela. Son muchos los que creen que no ha habido jamаs tal marido. Yo no me atrevo а decir si es verdad о mentira; pero puedo afirmar que en casa de esta gran dama rusa nunca he visto а ning?n personaje de dicho pa?s.

Hizo una pausa como para tomar fuerzas, y a?adiо con energ?a:

– A m? me han dicho gentes de allа, indudablemente bien enteradas, que no es rusa. Eso nadie lo cree. Unos la tienen por rumana y hasta afirman haberla visto de joven en Bucarest;

otros aseguran que naciо en Italia, de padres polacos. ?Vaya usted а saber!… ?Si tuviеsemos que averiguar el nacimiento y la historia de todas las personas que conocemos en Par?s y nos invitan а comer!…

Mirо de soslayo а Robledo para apreciar su grado de curiosidad y la confianza que pod?a tener en su discreciоn.

– El marquеs es una excelente persona. Usted debe conocerlo bien. Fontenoy hace justicia а sus mеritos y le ha dado un empleo importante para…

Presintiо Robledo que iba а oir algo que le ser?a imposible aceptar en silencio, y como en aquel instante pasaba vac?o un automоvil de alquiler, se apresurо а llamar а su conductor. Luego pretextо una ocupaciоn urgente, recordada de pronto, para despedirse del maligno parаsito.

Siempre que hablaba а solas con Torrebianca, еste hac?a desviar la conversaciоn hacia el asunto principal de sus preocupaciones: el mucho dinero que se necesita para sostener un buen rango social.

– T? no sabes lo que cuesta una mujer: los vestidos, las joyas; ademаs, el invierno en la Costa Azul, el verano en las playas cеlebres, el oto?o en los balnearios de moda…

Robledo acog?a tales lamentaciones con una conmiseraciоn irоnica que acababa por irritar а su amigo.

– Como t? no conoces lo que es el amor – dijo Torrebianca una tarde – , puedes prescindir de la mujer y permitirte esa serenidad burlona.

El espa?ol palideciо, perdiendo inmediatamente su sonrisa. «?Еl no hab?a conocido el amor?» Resucitaron en su memoria, despuеs de esto, los recuerdos de una juventud que Torrebianca sоlo hab?a entrevisto de un modo confuso. Una novia le hab?a abandonado tal vez, allа en su pa?s, para casarse con otro. Luego el italiano creyо recordar mejor. La novia hab?a muerto y Robledo juraba, como en las novelas, no casarse… Este hombre corpulento, gastrоnomo y burlоn llevaba en su interior una tragedia amorosa.

Pero como si Robledo tuviera empe?o en evitar que le tomasen por un personaje romаntico, se apresurо а decir escеpticamente:

– Yo busco а la mujer cuando me hace falta, y luego contin?o solo mi camino. ?Para quе complicar mi existencia con una compa??a que no necesito?…

Una noche, al salir los tres de un teatro, Elena mostrо deseos de conocer cierto restorаn de Montmartre abierto recientemente. Para sus amigos era un lugar mаgico, а causa de su decoraciоn persa – estilo Mil y una noches vistas desde Montmartre – y de su iluminaciоn de tubos de mercurio, que daba un tono verdoso а los salones, lo mismo que si estuviesen en el fondo del mar, y una lividez de ahogados а sus parroquianos.

Dos orquestas se reemplazaban incesantemente en la tarea de poblar el aire de disparates r?tmicos. Los violines colaboraban con desafinados instrumentos de metal, uniеndose а esta cencerrada bailable un claxon de automоvil y varios artefactos musicales de reciente invenciоn, que imitaban dos tablones que chocan, un fardo arrastrado por el suelo, una piedra sillar que cae…

En un gran оvalo abierto entre las mesas se renovaban incesantemente las parejas de danzarines. Los vestidos y sombreros de las mujeres – espumas de diversos colores en las que flotaban briznas de plata y oro – , as? como las masas blancas y negras del indumento masculino, se esparc?an en torno а las manchas cuadradas de los manteles.

Con la m?sica estridente de las orquestas ven?a а juntarse un estrеpito de feria. Los que no estaban ocupados en bailar lanzaban por el aire serpentinas y bolas de algodоn, о insist?an con un deleite infantil en hacer sonar peque?as gaitas y otros instrumentos pueriles.

Flotaban en el aire cargado de humo esferas de caucho de distintos colores que los concurrentes hab?an dejado escapar de sus manos. Los mаs, mientras com?an y beb?an, llevaban tocadas sus cabezas con gorros de bebе, crestas de pаjaro о pelucas de payaso.

Hab?a en el ambiente una alegr?a forzada y est?pida, un deseo de retroceder а los balbuceos de la infancia, para dar de este modo nuevo incentivo а los pecados monоtonos de la madurez. El aspecto del restorаn pareciо entusiasmar а Elena.

– ?Oh, Par?s! ?No hay mas que un Par?s! ?Quе dice usted de esto, Robledo?

Pero como Robledo era un salvaje, sonriо con una indiferencia verdaderamente insolente. Comieron sin tener apetito y bebieron el contenido de una botella de champa?a sumergida en un cubo plateado, que parec?a repetirse en todas las mesas, como si fuese el ?dolo de aquel lugar, en cuyo honor se celebraba la fiesta. Antes de que se vaciase la botella, otra ocupaba instantаneamente su sitio, cual si acabase de crecer del fondo del cubo.

La marquesa, que miraba а todos lados con cierta impaciencia, sonriо de pronto haciendo se?as а un se?or que acababa de entrar.

Era Fontenoy, y vino а sentarse а la mesa de ellos, fingiendo sorpresa por el encuentro.

Robledo se acordо de haber o?do hablar а Elena repetidas veces del banquero mientras estaban en el teatro, y esto le hizo presumir si se habr?an visto aquella misma tarde. Hasta se le ocurriо la sospecha de que este encuentro en Montmartre estaba convenido por los dos.

Mientras tanto, Fontenoy dec?a а Torrebianca, rehuyendo la mirada de la mujer de еste:

– ?Una verdadera casualidad!… Salgo de una comida con hombres de negocios; necesitaba distraerme; vengo aqu?, como pod?a haber ido а otro sitio, y los encuentro а ustedes.

Por un momento creyо Robledo que los ojos pueden sonreir al ver la expresiоn de jovial malicia que pasaba por las pupilas de Elena.

Cuando la botella de champa?a hubo resucitado en el cubo por tercera vez, la marquesa, que parec?a envidiar а los que daban vueltas en el centro del salоn, dijo con su voz quejumbrosa de ni?a:

– ?Quiero bailar, y nadie me saca!…

Su marido se levantо, como si obedeciese una orden, y los dos se alejaron girando entre las otras parejas.

Al volver а su asiento, ella protesto con una indignaciоn cоmica:

– ?Venir а Montmartre para bailar con el marido!…

Puso sus ojos acariciadores en Fontenoy, y a?adiо;

– No pienso pedirle que me invite. Usted no sabe bailar ni quiere descender а estas cosas fr?volas… Ademаs, tal vez teme que sus accionistas le retiren su confianza al verle en estos lugares.

Luego se volviо hacia Robledo:

– ?Y usted, baila?…

El ingeniero fingiо que se escandalizaba. ?Dоnde pod?a haber aprendido los bailes inventados en los ?ltimos a?os? Еl sоlo conoc?a la cueca chilena, que danzaban sus peones los d?as de paga, о el pericоn y el gato, bailados por algunos gauchos viejos acompa?аndose con el retint?n de sus espuelas.

– Tendrе que aburrirme sin poder bailar… y eso que voy con tres hombres. ?Quе suerte la m?a!

Pero alguien intervino como si hubiese escuchado sus quejas. Torrebianca hizo un gesto de contrariedad. Era un joven danzar?n, al que hab?a visto muchas veces en los restoranes nocturnos. Le inspiraba una franca antipat?a, por el hecho de que su mujer hablaba de еl con cierta admiraciоn, lo mismo que todas sus amigas.

Gozaba los honores de la celebridad. Alguien, para marear irоnicamente la altura de su gloria, lo hab?a apodado «el аguila del tango». Robledo adivinо que era un sudamericano por la soltura graciosa de sus movimientos y su atildada exageraciоn en el vestir. Las mujeres admiraban la peque?ez de sus pies montados en altos tacones y el brillo de la abultada masa de sus cabellos, echada atrаs y tan unida como un bloque de laca.

Esta «аguila» bailarina, que se hac?a mantener por sus parejas, seg?n murmuraban los envidiosos de su gloria, se viо aceptada por la mujer de Torrebianca, y los dos empezaron а danzar. El cansancio obligо а Elena repetidas veces а volver а la mesa; pero al poco rato ya estaba llamando con sus ojos al bailar?n, que acud?a oportunamente.

Torrebianca no ocultо su disgusto al verla con este mozo antipаtico. Fontenoy permanec?a impasible о sonre?a distra?da-mente durante los breves momentos que Elena empleaba en descansar.

Volviо а acordarse Robledo de la expresiоn de lejan?a que hab?a observado en todos los que tienen un pagarе de vencimiento prоximo. Pero este recuerdo pasо rаpidamente por su memoria.

Mirо con mаs atenciоn al banquero, y se diо cuenta de que ya no pensaba en cosas invisibles. La insistencia de Elena en bailar con el mismo jovenzuelo hab?a acabado por imprimir en su rostro un gesto de descontento igual al que mostraba Torrebianca.

Siempre que pasaba ella en brazos de su danzar?n, sonre?a а Fontenoy con cierta malicia, como si gozase viendo su cara de disgusto.

El espa?ol mirо а un lado de la mesa, luego mirо al lado opuesto, y pensо:

«Cualquiera dir?a que estoy entre dos maridos celosos.»




CAP?TULO III


En uno de los tеs de la marquesa de Torrebianca conociо Robledo а la condesa Titonius, dama rusa, casada con un noble escandinavo, el cual parec?a absorbido por su cоnyuge, hasta el punto de que nadie reparase en su persona.

Era una mujer entre los cuarenta a?os y los cincuenta, que todav?a guardaba vestigios algo borrosos de una belleza ya remota. Su obesidad desbordante, blanca y flаcida ten?a por remate una cabecita de mu?eca sentimental; y como gustaba de escribir versos amorosos, apresurаndose а recitarlos en el curso de las conversaciones, sus enemigas la hab?an apodado «Cien kilos de poes?a».

Se presentaba en plena tarde audazmente escotada, para lucir con orgullo sus albas y gelatinosas superfluidades. Usaba joyas gigantescas y bаrbaras, en armon?a con una peluca rubia а la que iba a?adiendo todos los meses nuevos rizos.

Entre estas alhajas escandalosamente falsas, la ?nica que merec?a cierto respeto era un collar de perlas, que, al sentarse su due?a, ven?a а descansar sobre el globo de su vientre. Estas perlas irregulares, angulosas y con ra?ces se parec?an а los dientes de animal que emplean algunos pueblos salvajes para fabricarse adornos.

Los maldicientes aseguraban que eran recuerdos de amantes de su juventud, а los que la condesa hab?a arrancado las muelas, no quedаndole otra cosa que sacar de ellos. Su sentimentalismo y la libertad con que hablaba del amor justificaban tales murmuraciones.

Al saber por su amiga Elena que Robledo era un millonario de Amеrica, lo mirо con apasionado interеs. Hablaron, con una taza de tе en la mano, о mаs bien dicho, fuе ella la que hablо, mientras el ingeniero buscaba mentalmente un pretexto para escapar.

– Usted que ha viajado tanto y es un hеroe, il?streme con su experiencia… ?Quе opina usted del amor?

Pero la poetisa, а pesar de sus ojeadas tiernas y miopes, viо que Robledo hu?a murmurando excusas, como si le asustase una conversaciоn iniciada con tal pregunta.

Elena le rogо semanas despuеs que asistiese а una fiesta dada por la condesa.

– Son reuniones muy originales. La due?a de la casa invita а una bohemia inquietante para que aplauda sus versos, y la mezcla con gentes distinguidas que conociо en los salones. Algunos extranjeros van de buena fe, creyendo encontrar autores cеlebres, y sоlo conocen fracasados viejos y аcidos. Tambiеn protege а ciertos jоvenes que se presentan con solemnidad, convencidos de una gloria que sоlo existe entre sus camaradas о en las pаginas de alguna revistilla que nadie lee… Debe usted ver eso. Dif?cilmente encontrarа en Par?s una casa semejante. Ademаs, he prometido а la pobre condesa que asistirа usted а su fiesta, y me enfadarе si no me obedece.

Por no disgustarla, se dirigiо Robledo а las diez de la noche а la avenida Kleber, donde viv?a la condesa, despuеs de haber comido con varios compatriotas en un restorаn de los bulevares.

Dos servidores alquilados para la fiesta se ocupaban en recoger los abrigos de los invitados. Apenas entrо el ingeniero en el recibimiento, se diо cuenta de la mezcolanza social descrita por Elena. Llegaban parejas de aspecto distinguido, acostumbradas а la vida de los salones, vestidas con elegancia, y revueltas con ellas viо pasar а varios jоvenes de abundosa cabellera, que llevaban frac lo mismo que los otros invitados, pero se despojaban de paletоs ra?dos о con los forros rotos. Sorprendiо la mirada irоnica de los dos servidores al colgar algunos de estos gabanes, as? como ciertos abrigos de pieles con grandes calvas, pertenecientes а se?oras que ostentaban extravagantes tocados.

Un viejo con melenas de un blanco sucio y gran chambergo, que ten?a aspecto de poeta tal como se lo imagina el vulgo, se despojо de un gabancito veraniego y dos bufandas de lana arrolladas а su cuerpo para suplir la falta de abrigo. Retirо la pipa de su boca, golpeando con ella la suela de uno de sus zapatos, y la metiо luego en un bolsillo del gabаn, recomendando а los criados que lo guardasen cuidadosamente, como si fuese prenda de gran valor.

El abrigo de pieles que llevaba Robledo atrajo el respeto de los dos servidores. Uno de ellos le ayudо а despojarse de еl, conservаndolo sobre sus brazos.

– Puede usted admirarlo; le doy permiso – dijo el ingeniero. – Lo comprе hace pocos d?as. Una rica pieza, ?eh?…

Pero el criado, sin hacer caso de su tono burlоn, contestо:

– Lo pondrе aparte. Temo que а la salida se equivoque alguno y se lo lleve, dejando el suyo al se?or.

Y gui?о un ojo, se?alando al mismo tiempo los gabanes de aspecto lamentable amontonados en la antesala.

La noble poetisa mostrо un entusiasmo ruidoso al verle en sus salones. Apartando а los otros invitados, saliо а su encuentro y le estrechо ambas manos а la vez. Luego, apoyada en su brazo, lo fuе llevando entre los grupos para hacer la presentaciоn. Le acariciaba con los ojos, como si fuese el principal atractivo de su fiesta; parec?a sentir orgullo al mostrarlo а sus amigas. Con razоn el d?a anterior le hab?a dicho, burlаndose, Elena: «?Mucho ojo, Robledo! La condesa estа locamente enamorada de usted, y la creo capaz de raptarle.»

Expresaba la poetisa su entusiasmo con una avalancha de palabras al hacer la presentaciоn del ingeniero.

– Un hеroe; un superhombre del desierto, que allа en las pampas de la Argentina ha matado leones, tigres y elefantes.

Robledo puso cara de espanto al oir tales disparates, pero la condesa no estaba para reparar en escr?pulos geogrаficos.

– Cuando me haya contado todas sus haza?as – continuо – , escribirе un poema еpico, de carаcter moderno, relatando en verso las aventuras de su vida. A m?, los hombres sоlo me interesan cuando son hеroes…

Y otra vez Robledo puso cara de asombro.

Como la condesa no ve?a ya cerca de ella mаs invitados а quienes presentar su hеroe, lo condujo а un gabinete completamente solitario, sin duda а causa de los olores que а travеs de un cortinaje llegaban de la cocina, demasiado prоxima.

Ocupо un sillоn amplio como un trono, е invitо а sentarse а Robledo. Pero cuando еste buscaba una silla, la Titonius le indicо un taburete junto а sus pies.

– As? lograremos que sea mayor nuestra intimidad. Parecerа usted un paje antiguo prosternado ante su dama.

No pod?a ocultar Robledo el asombro que le causaban estas palabras, pero acabо por colocarse tal como ella quer?a, aunque el asiento le resultase molesto, а causa de su corpulencia.

Copiaba la Titonius los gestos pueriles y el habla ceceante de su amiga; pero estas imitaciones infantiles resultaban en ella extremadamente grotescas.

– Ahora que estamos solos – dijo – , espero que hablarа usted con mаs libertad, y vuelvo а hacerle la misma pregunta del otro d?a: ?Quе opina usted del amor?

Quedо sorprendido Robledo, y al final balbuceо:

– ?Oh, el amor!… Es una enfermedad… eso es: una enfermedad de la que vienen ocupаndose las gentes hace miles de a?os, sin saber en quе consiste.

La condesa se hab?a aproximado mucho а еl, а causa de su miop?a, prescindiendo del auxilio de unos impertinentes de concha que guardaba en su diestra. Inclinаndose sobre el emballenado hemisferio de su vientre, casi juntaba su cara con la del hombre sentado а sus pies.

– ?Y cree usted – prosiguiо – que un alma superior y mal comprendida, como la m?a, podrа encontrar alguna vez el alma hermana que le complete?…

Robledo, que hab?a recobrado su tranquilidad, dijo gravemente:

– Estoy seguro de ello… Pero todav?a es usted joven y tiene tiempo para esperar.

Tal fuе su arrobamiento al oir esta respuesta, que acabо por acariciar el rostro de su acompa?ante con los lentes que ten?a en una mano.

– ?Oh, la galanter?a espa?ola!… Pero separеmonos; guar-demos nuestro secreto ante un mundo que no puede comprendernos. Leo en sus ojos el deseo ardiente… ?contеngase ahora! Yo procurarе que nuestras almas vuelvan а encontrarse con mаs intimidad. En este momento es imposible… Los deberes sociales… las obligaciones de una due?a de casa…

Y despuеs de levantarse del sillоn-trono con toda la pesadez de su volumen, se alejо imitando la ligereza de una ni?a, no sin enviar antes а Robledo un beso mudo con la punta de sus lentes.

Desconcertado por esta agresividad pasional, y ofendido al mismo tiempo porque cre?a verse en una situaciоn grotesca, el ingeniero abandonо igualmente el solitario gabinete.

Al volver а los salones iba tan ofuscado, que casi derribо а un se?or de reducida estatura, y еste, а pesar del golpe recibido, hizo una reverencia murmurando excusas. Le viо despuеs yendo de un lado а otro, t?mido y humilde, vigilando а los servidores con unos ojos que parec?an pedirles perdоn, y cuidаndose de volver а su sitio los muebles puestos en desorden por los invitados. Apenas le hablaba alguien, se apresuraba а contestar con grandes muestras de respeto, huyendo inmediatamente.

La Titonius ten?a en torno а ella un c?rculo de hombres, que eran en su mayor parte los jоvenes de aspecto «artista» vistos por Robledo en la antesala. Muchas se?oras se burlaban francamente de la condesa, partiendo de sus grupos irоnicas miradas hacia su persona. El viejo que hab?a dejado sus bufandas y su pipa en el guardarropa diо varias palmadas, siseо para imponer silencio, y dijo luego con solemnidad:

– La asistencia reclama que nuestra bella musa recite algunos de sus versos incomparables.

Muchos aplaudieron, apoyando esta peticiоn con gritos de entusiasmo. Pero la masa se mostrо displicente y empezо а moverse en su asiento haciendo signos negativos. Al mismo tiempo dijo con voz dеbil, como si acabase de sentir una repentina enfermedad:

– No puedo, amigos m?os… Esta noche me es imposible… Otro d?a, tal vez…

Volviо а insistir el grupo de admiradores, y la condesa repitiо sus protestas con un desaliento cada vez mаs doloroso, como si fuese а morir.

Al fin, los invitados la dejaron en paz, para ocuparse en cosas mаs de su gusto. Los grupos volvieron sus espaldas а la poetisa, olvidаndola. Un m?sico joven, afeitado y con largas guedejas, que pretend?a imitar la fealdad «genial» de algunos compositores cеlebres, se sentо al piano е hizo correr sus dedos sobre las teclas. Dos muchachas acudieron con aire suplicante, poniendo sus manos sobre las del pianista. Oir?an despuеs con mucho gusto sus obras sublimes; pero por el momento deb?a mostrarse bondadoso y al nivel del vulgo, tocando algo para bailar. Se contentaban con un vals, si es que sus convicciones art?sticas le imped?an descender hasta las danzas americanas.

Varias parejas empezaron а girar en el centro del salоn, y cuando iba aumentando su n?mero y no quedaba quien se acordase de la condesa, еsta mirо а un lado y а otro con asombro y se puso en pie:

– Ya que me piden versos con tanta insistencia, accederе al deseo general. Voy а decir un peque?o poema.

Tales palabras esparcieron la consternaciоn. El pianista, por no haberlas o?do, continuо tocando; pero tuvo que detenerse, pues el se?or humilde y anоnimo que iba de un lado а otro como un domеstico se acercо а еl, tomаndole las manos. Al cesar la m?sica, las parejas quedaron inmоviles; y, finalmente, con una expresiоn aburrida, volvieron а sus asientos. La condesa empezо а recitar. Algunos invitados la o?an con tina atenciоn dolorosa о una inmovilidad est?pida, pensando indudablemente en cosas remotas. Otros parpadeaban, haciendo esfuerzos para repeler el sue?o que corr?a hacia ellos montado en el sonsonete de las rimas.

Dos se?oras ya entradas en a?os y de aspecto maligno fing?an gran interеs por conocer los versos, y hasta se llevaban de vez en cuando una mano а la oreja para oir mejor. Pero al mismo tiempo las dos segu?an conversando detrаs de sus abanicos. En ciertos momentos dejaban еstos sobre sus rodillas para aplaudir y gritar: «?Bravo!»; pero volv?an а recobrarlos y los desplegaban, riendo de la due?a de la casa bajo el amparo de su tela.

Robledo estaba detrаs de ellas, apoyado en el quicio de una puerta y medio oculto por el cortinaje. Como la condesa declamaba con vehemencia, las dos se?oras se ve?an obligadas а elevar un poco el tono de su voz, y el ingeniero, que era de o?do sutil, pudo enterarse de lo que dec?an.

– Ser?a preferible – murmuraba una de ellas – que en vez de regalarnos con versos, preparase un buffet mejor para sus invitados.

La otra protestо. En casa de la Titonius, la mesa era mаs peligrosa cuanto mаs abundante. Se necesitaba un valor heroico para aceptar la invitaciоn а sus comidas, que ella misma preparaba.

– A los postres hay que pedir por telеfono un mеdico, y alguna vez serа preciso avisar а la Agencia de pompas f?nebres.

Entre risas sofocadas, recordaban la historia de la due?a de la casa. Hab?a sido rica en otros tiempos; unos dec?an que por sus padres; otros, que por sus amantes.

Para llegar а condesa se hab?a casado con el conde Titonius, personaje arruinado е insignificante, que considerо preferible esta humillaciоn а pegarse un tiro. Ocupaba en la casa una situaciоn inferior а la de los domеsticos. Cuando la condesa ten?a excitados los nervios por la infidelidad de alguno de sus jоvenes admiradores arrojaba escaleras abajo las camisas y calzoncillos del conde, ordenаndole como una reina ofendida que desapareciese para siempre. Pero pasada una semana, al organizar la poetisa una nueva fiesta, reaparec?a el desterrado, siempre humilde y melancоlico, encogiеndose como si temiese ocupar demasiado espacio en los salones de su mujer.

– Yo no sе – continuо una de las murmuradoras – para quе da estas fiestas estando arruinada. F?jese en la mesa que nos ofrecerа luego. Los grandes pasteles y las frutas ricas que adornan el centro son alquiladas por una noche, lo mismo que sus domеsticos. Todos lo saben, y nadie se atreve а tocar esas cosas apetecibles por miedo а su enfado. La gente se limita al tе y las galletas, fingiеndose desganada.

Cesaron en sus murmuraciones para aplaudir а la poetisa, y еsta, enardecida por el еxito, empezо а declamar nuevos versos.

Como а Robledo no le interesaba la maligna conversaciоn de las dos se?oras, y menos a?n el talento poеtico de la due?a de la casa, aprovechо un momento en que еsta le volv?a la espalda para saludar а sus admiradores, y pasо al gabinete donde hab?a estado antes.

El mismo se?or humilde y obsequioso con el que se hab?a tropezado repetidas veces estaba ahora medio tendido en un divаn y fumando, como un trabajador que al fin puede descansar unos minutos. Se entreten?a en seguir con los ojos las espirales del humo de su cigarrillo; pero al ver que un invitado acababa de sentarse cerca de еl, creyо necesario sonreirle, preguntando а continuaciоn:

– ?Se aburre usted mucho?…

El espa?ol le mirо fijamente antes de responder:

– ?Y usted?…

Contestо con un movimiento de cabeza afirmativo, y Robledo hizo un gesto de invitaciоn que pretend?a decirle: «?Quiere usted que nos vayamos?…» Pero los ojos melancоlicos del desconocido parecieron contestar: «Si yo pudiese marcharme… ?quе felicidad!»

– ?Es usted de la casa? – preguntо al fin Robledo.

Y el otro, abriendo los brazos con una expresiоn de desaliento, dijo:

– Soy su due?o; soy el marido de la condesa Titonius.

Despuеs de tal revelaciоn, creyо oportuno Robledo abandonar su asiento, guardаndose el cigarro que iba а encender.

Al volver а los salones viо que todos aplaud?an ruidosamente а la poetisa, convencidos de que por el momento hab?a renunciado а decir mаs versos. Estrechaba efusivamente las manos tendidas hacia ella, y luego se limpiaba el sudor de su frente, diciendo con voz lаnguida:

– Voy а morir. La emociоn… la fiebre del arte… Me han matado ustedes al obligarme con sus ruegos insistentes а recitar mis versos.

Mirо а un lado y а otro como si buscase а Robledo, y al descubrirle, fuе hacia еl.

– Dеme su brazo, hеroe, y pasemos al buffet.

La mayor parte del p?blico no pudo ocultar su regocijo al ver que se abr?a la puerta de la habitaciоn donde estaba instalada la mesa. Muchos corrieron, atropellando а los demаs, para entrar los primeros. La Titonius, apoyada en un brazo del ingeniero, le miraba de muy cerca con ojos de pasiоn.

– ?Se ha fijado en mi poema La aurora sonrosada del amor!… ?Adivina usted en quiеn pensaba yo al recitar estos versos?

Еl volviо el rostro para evitar sus miradas ardientes, y al mismo tiempo porque tem?a dar libre curso а la risa que le cosquilleaba el pecho.

– No he adivinado nada, condesa. Los que vivimos allа en el desierto, ?nos criamos tan brutos!

Agolpаronse los invitados en torno а la mesa, admirando los grandes platos que ocupaban su centro, como algo imposible de conquistar. Eran magn?ficos pasteles y pirаmides de frutas enormes, que se destacaban majestuosos sobre otras cosas de menos importancia.

Los dos criados que estaban antes en el recibimiento y un ma?tre d’h?tel con cadena de plata y patillas de diplomаtico viejo parec?an defender el tesoro del centro de la mesa, dignаndose entregar ?nicamente lo que estaba en los bordes de ella. Serv?an tazas de tе, de chocolate, о copas de licor; y en cuanto а comestibles, sоlo avanzaban los platos de emparedados y galletas.

El viejo de las bufandas, al que llamaba la condesa cher ma?tre, se cansо sin еxito dirigiendo peticiones а un criado que no quer?a entenderle. Avanzaba un plato vac?o para obtener un pedazo de pastel о una de las frutas, se?alando ansiosamente el objeto de sus deseos. Pero el domеstico le miraba con asombro, como si le propusiese algo indecente, acabando por volver la espalda, luego de depositar en su plato una galleta о un emparedado.

Robledo quedо junto а la mesa, cerca de aquellas mate-rias preciosas y alquiladas defendidas por la servidumbre. La condesa abandonо su brazo para contestar а los que la felicitaban. Satisfecho de que la poetisa le dejase en paz por unos instantes, fuе examinando la mesa, con un plato y un cuchillito en las manos. Como el ma?tre d’h?tel y sus acоlitos estaban ocupados en atender al p?blico, pudo avanzar entre aquella y la pared, y cortо tranquilamente un pedazo del pastel mаs majestuoso. A?n tuvo tiempo para tomar igualmente una de las frutas vistosas, partiеndola y mondаndola. Pero cuando iba а comerla, la due?a de la casa, libre momentаneamente de sus admiradores, pudo volver hacia еl su rostro amoroso, y lo primero que viо fuе el enorme pastel empezado y la fruta despedazada sobre el platillo que el hеroe ten?a en una mano.

Su fisonom?a fuе reflejando las distintas fases de una gran revoluciоn interior. Primeramente mostrо asombro, como si presenciase un hecho inaudito que trastornaba todas las reglas consagradas; luego, indignaciоn; y, finalmente, rencor. Al d?a siguiente tendr?a que pagar este destrozo est?pido… ?Y ella que se imaginaba haber encontrado un alma de hеroe, digna de la suya!…

Abandonо а Robledo, y fuе al encuentro del pianista, que rondaba la mesa, pasando de un criado а otro para repetir sus peticiones de emparedados y de copas.

– Dеme su brazo… Beethoven.

Al deslizarse entre dos grupos, dijo, mostrando al m?sico:

– Voy а escribir cualquier d?a un libreto de оpera para еl, y entonces la gente se verа obligada а hablar menos de Wаgner.

Se lo llevо al gran salоn, que estaba ahora desierto, y le hizo sentarse al piano, empezando а recitar а toda voz, con acompa?amiento de arpegios. Pero las gentes no pod?an despegarse de la atracciоn de la mesa, y permanecieron sordas а los versos de la due?a de la casa, aunque fuesen ahora servidos con m?sica.

Los invitados de mаs distinciоn formaban grupo aparte en la plaza donde estaba instalado el buffet, manteniеndose lejos de las otras gentes reclutadas por la noble poetisa. Robledo viо en este grupo а los marqueses de Torrebianca, que acababan de llegar con gran retraso, por haber estado en otra fiesta. Elena hablaba con aire distra?do, pronunciando palabras faltas de ilaciоn, como si su pensamiento estuviese lejos de all?. Adivinando el ingeniero que la molestaba con su charla, fuе en busca de Federico, pero еste tampoco se fijо en su persona, por hallarse muy interesado en describir а un se?or los importantes negocios que su amigo Fontenoy iba realizando en diversos lugares de la tierra.

Aburrido, y no dаndose cuenta a?n de la causa del abandono en que le dejaba la due?a de la casa, se instalо en un sillоn, е inmediatamente oyо que hablaban а sus espaldas. No eran las dos se?oras de poco antes. Un hombre y una mujer sentados en un divаn murmuraban lo mismo que la otra pareja maldiciente, como si todos en aquella fiesta no pudieran hacer otra cosa apenas formaban grupo aparte.

La mujer nombrо а la esposa de Torrebianca, diciendo luego а su acompa?ante:

– F?jese en sus joyas magn?ficas. Bien se conoce que а ella y al marido les ha costado poco trabajo el adquirirlas. Todos saben que las pagо un banquero.

El hombre se cre?a mejor enterado.

– A m? me han dicho que esas joyas son falsas, tan falsas como las de nuestra poеtica condesa. Los Torrebianca se han quedado con el dinero que diо Fontenoy para las verdaderas; о han vendido las verdaderas, sustituyеndolas con falsificaciones.

La mujer acogiо con un suspiro el nombre de Fontenoy.

– Ese hombre estа prоximo а la ruina. Todos lo dicen. Hasta hay quien habla de tribunales y de cаrcel… ?Quе rusa tan voraz!

Sonо una risa incrеdula del hombre.

– ?Rusa?… Hay quien la conociо de ni?a en Viena, cantando sus primeras romanzas en un music-hall. Un se?or que perteneciо а la diplomacia afirma por su parte que es espa?ola, pero de padre inglеs… Nadie conoce su verdadera nacionalidad; tal vez ni ella misma.

Robledo abandonо su asiento,. No era digno de еl permanecer all? escuchando silenciosamente tales cosas contra sus amigos. Pero antes de alejarse sonо а sus espaldas una doble exclamaciоn de asombro.

– ?Ah? llega Fontenoy – dijo la mujer – , el gran protector de los Torrebianca! ?Quе extra?o verle en esta casa, que nunca quiere visitar, por miedo а que su due?a le pida luego un prеstamo!… Algo extraordinario debe ocurrir.

El ingeniero reconociо а Fontenoy en el grupo de gente elegante saludando а los Torrebianca. Sonre?a con amabilidad, y Robledo no pudo notar en su persona nada extraordinario. Hasta hab?a perdido aquel gesto de preocupaciоn que evocaba la imagen de un pagarе de prоximo vencimiento. Parec?a mаs seguro y tranquilo que otras veces. Lo ?nico anormal en su exterior era la exagerada amabilidad con que hablaba а las gentes.

Observаndole de lejos, el espa?ol pudo ver cоmo hac?a una leve se?a con los ojos а Elena. Luego, fingiendo indiferencia, se separо del grupo para aproximarse lentamente al gabinete solitario donde hab?an estado al principio Robledo y la condesa.

Tomaba al paso distra?damente las manos que le tend?an algunos, deseosos de entablar conversaciоn. «Encantados de verle…» Y segu?a adelante.

Al pasar junto а Robledo le saludо con la cabeza, haciendo asomar а su rostro la sonrisa de bondad protectora habitual en еl; pero esta sonrisa se desvaneciо inmediatamente.

Los dos hombres hab?an cruzado sus miradas, y Fontenoy viо de pronto en los ojos del otro algo que le hizo retirar el antifaz de su sonrisa. Parec?a que hubiese encontrado en las pupilas del espa?ol un reflejo de su propio interior.

Tuvo el presentimiento Robledo de que se acordar?a siempre de esta mirada rаpida. Apenas se conoc?an los dos, y sin embargo hubo en los ojos de este hombre una expresiоn de abandono fraternal, como si le librase toda su alma durante un segundo.

Viо al poco rato cоmo Elena se dirig?a tambiеn disimuladamente hacia el gabinete, y sintiо una curiosidad vergonzosa. Еl no ten?a derecho а entrometerse en los asuntos de estas dos personas. Pero al mismo tiempo, le era imposible desinteresarse del suceso extraordinario que se estaba preparando en aquellos momentos, y que su instinto le hac?a presentir.

Este hombre hab?a necesitado hablar а Elena con una urgencia angustiosa; sоlo as? era explicable que se decidiese а buscarla en casa de la condesa Titonius, ?Quе estar?an diciеndose?…

Se atreviо а pasar, fingiendo distracciоn, ante la puerta del gabinete. Ella y Fontenoy hablaban de pie, con el rostro impasible y muy erguidos. Sus labios se mov?an apenas, como si temieran dejar adivinar en sus contracciones las palabras deslizadas suavemente.

Robledo se arrepintiо de su curiosidad al ver la rаpida mirada que le dirig?a Fontenoy, mientras continuaba hablando а Elena, puesta de espaldas а la puerta.

Esta mirada volviо а emocionarle como la otra. El hombre que se la dirig?a estaba tal vez en el momento mаs cr?tico de su existencia. Hasta creyо ver en sus ojos una reconvenciоn. «?Por quе te intereso, si nada puedes hacer por m??…»

No se atreviо а pasar otra vez ante la puerta. Pero obedeciendo а una fuerza obscura mаs potente que su voluntad, se mantuvo cerca de ella, aparentando distracciоn y aguzando el o?do. Reconoc?a que su conducta era incorrecta. Estaba procediendo como cualquiera de aquellos murmuradores а los que hab?a escuchado por casualidad. Sin duda, el ambiente de esta casa empezaba а influir en еl…

Era dif?cil enterarse de lo que dec?an las dos personas al otro lado de la puerta abierta. Ademаs, los invitados hab?an empezado а bailar en los salones y el pianista golpeaba rudamente el teclado.

Unas palabras confusas llegaron hasta еl. La pareja del gabinete levantaba el tono de su conversaciоn а causa del ruido. Tal vez las emociones de su diаlogo les hac?an olvidar tambiеn toda reserva.

Reconociо la voz de Fontenoy.

– ?Para quе frases dramаticas?… T? no eres capaz de eso. Yo soy el que se irа… En ciertos momentos es lo ?nico que puede hacerse.

La m?sica y el ruido del baile volvieron а obstruir sus o?dos. Pero todav?a, al humanizar el pianista por unos instantes su tempestuoso tecleo, pudo escuchar otra voz. Ahora era Elena la que hablaba, lejos, ?muy lejos! con un tono de inmenso desaliento:

– Tal vez tienes razоn. ?Ay, el dinero!… Para los que sabemos lo que puede dar de s?, ?quе horrorosa la vida sin еl!…

No quiso oir mаs. La verg?enza de su espionaje acabо por vencer а la malsana curiosidad que le hab?a dominado durante unos momentos. Deb?a respetar el secreto que hac?a buscarse а estas dos personas. Presintiо ademаs que el tal misterio iba а ser de corta duraciоn. Tal vez durase lo que la noche.

Cuando volviо а la pieza donde estaba el buffet, viо а su amigo Federico que segu?a conversando con el mismo personaje: un se?or ya viejo, con la roseta de la Legiоn de Honor en una solapa y el aspecto de un alto funcionario retirado.

Ahora era еste el que hablaba, despuеs que Torrebianca hubo terminado la explicaciоn de los grandes negocios de Fontenoy.

– Yo no dudo de la honradez de su amigo, pero me abstendr?a de colocar dinero en sus negocios. Me parece un hombre audaz, que sit?a sus empresas demasiado lejos. Todo marcharа bien mientras los accionistas tengan fe en еl. Pero, seg?n parece, empiezan а no tenerla; y el d?a que exijan realidades y no esperanzas, el d?a que Fontenoy tenga que presentar con claridad la verdadera situaciоn de sus negocios… entonces…




CAP?TULO IV


Robledo se levantо muy tarde; pero a?n pudo admirar el suave esplendor de un d?a primaveral en pleno invierno. Una neblina ligera saturada de sol extend?a su toldo de oro sobre Par?s.

– Da gusto vivir – pensо al abandonar su hotel despuеs de haber almorzado rаpidamente en un comedor donde sоlo quedaban los criados.

Paseо toda la tarde por el Bosque de Bolonia, y poco antes del ocaso volviо а los bulevares. Se propon?a comer en un restorаn, buscando luego а los Torrebianca para pasar juntos una parte de la noche en cualquier lugar de diversiоn.

Estando en la terraza de un cafе comprо un diario, y antes de abrirlo presintiо que este papel reciеn impreso guardaba algo que pod?a sorprenderle. Tuvo el obscuro aviso de que iba а conocer cosas hasta entonces envueltas en el misterio… Y en el mismo instante sus ojos tropezaron con un t?tulo de la primera pаgina: «Suicidio de un banquero.»

Antes de leer el nombre del suicida estaba seguro de Conocerlo. No pod?a ser otro que Fontenoy. Por eso no experimentо sorpresa alguna mientras continuaba su lectura. Los detalles del suicidio le parecieron sucesos naturales y ordinarios, como si alguien se los hubiese revelado previamente.

Fontenoy hab?a sido encontrado en su lujosa vivienda ten-dido en la cama y guardando todav?a en la diestra el revоlver con que se hab?a dado muerte.

Desde el d?a anterior circulaba por los centros financieros la noticia de su quiebra en condiciones tales que iba а atraer la intervenciоn de la Justicia. Sus accionistas le acusaban de estafa, y el juez se propon?a registrar al d?a siguienta su conta-bilidad, lo que hac?a esperar а muchos una prisiоn inmediata del banquero.

El colonizador leyо por dos veces el final del art?culo:

«La muerte de esta hombre deja visible el enga?o en que viv?an los que le confiaron su dinero. Sus empresas mineras е industriales en Asia y en Аfrica son casi ilusorias. Estаn todav?a en los comienzos de un posible desarrollo, y sin embargo, еl las presentо al p?blico como negocios en plena prosperidad. Era un hombre que, seg?n afirman algunos, tuvo mаs de iluso que de criminal; pero esto no impide que haya arruinado а muchas gentes. Ademаs, parece que invirtiо una parte considerable del dinero de sus accionistas en gastos particulares. Su tremenda responsabilidad alcanzarа indudablemente а los que han colaborado con еl en la direcciоn de estas empresas enga?osas.»

«A ?ltima hora se habla de la probable prisiоn de algunos personajes conocidos que trabajaron а las оrdenes del banquero.»

Cesо de pensar en el suicida para ocuparse ?nicamente de su amigo. «?Pobre Federico! ?Quе va а ser de еl?…» Y tomо inmediatamente un automоvil para que le llevase а la avenida Henri Martin.

El ayuda de cаmara de Torrebianca le recibiо con un rostro de f?nebre tristeza, como si hubiese muerto alguien en la casa. El marquеs hab?a salido а mediod?a, as? que supo por telеfono la noticia del suicidio, y a?n estaba ausente.

– La se?ora marquesa – continuо el criado – estа enferma, y no quiere recibir а nadie.

Robledo, escuchаndole, pudo darse cuenta del efecto que hab?a producido en aquella casa la muerte del banquero. La disciplina glacial y solemne de estos servidores ya no exist?a. Mostraban el aspecto azorado de una tripulaciоn que presiente la llegada de la tormenta capaz de tragarse su buque. Robledo oyо pasos discretos detrаs de los cortinajes, con acompa?amiento de susurros, y viо cоmo se levantaban aquеllos levemente, dejando asomar ojos curiosos.

Sin duda, en las inmediaciones de la cocina se hab?a hablado mucho de la posibilidad de ciertas visitas, y cada vez que llegaba alguien а la casa tem?an todos que fuese la polic?a. El chоfer preguntaba con sorda cоlera а sus compa?eros:

– Se matо el capitаn, y este barco se va а pique. ?Quiеn nos pagarа ahora lo que nos deben?…

Regresо el ingeniero al centro de la ciudad para comer en un restorаn, y tres veces llamо por telеfono а la casa de Torrebianca. Cerca ya de media noche le contestaron que el se?or acababa de entrar, y Robledo se apresurо а volver а la avenida Henri Martin.

Encontrо а Federico en su biblioteca considerablemente avejentado, como si las ?ltimas horas hubiesen valido para еl a?os enteros. Al ver entrar а Robledo lo abrazо, buscando instintivamente un apoyo para sostener su cuerpo desalentado.

Le parec?a asombroso que pudieran soportarse tantas emociones en tan poco tiempo. Por la ma?ana hab?a sentido la misma impresiоn de felicidad y confianza que Robledo ante la hermosura del d?a. ?Daba gusto vivir!… Y de pronto el llamamiento por telеfono, la terrible noticia, la marcha apresurada al domicilio de Fontenoy, el cadаver del banquero tendido en la cama y arrebatado despuеs por los que intervienen en esta clase de muertes para hacer su autopsia.

A?n le hab?a causado una impresiоn mаs dolorosa ver el aspecto de las oficinas de Fontenoy. El juez estaba en ellas como ?nico amo, examinando papeles, colocando sellos, procediendo а un registro sin piedad, apreciаndolo todo con ojos fr?os, recelosos е implacables. El secretario del banquero, que hab?a llamado а Torrebianca por telеfono, hac?a esfuerzos para ocultar su turbaciоn, y acogiо la presencia de еste con gestos pesimistas.

– Creo que vamos а salir mal de esta aventura. El patrоn deb?a habernos prevenido…

Pasо Torrebianca el resto del d?a buscando а otras personas de las que hab?an colaborado con Fontenoy, cobrando grandes sueldos por figurar como autоmatas en los Consejos de Administraciоn de sus empresas. Todos se mostraban igualmente pesimistas, con un miedo feroz capaz de toda clase de mentiras y vilezas contra los otros para conseguir la propia salvaciоn.

Se quejaban de Fontenoy, al que hab?an alabado hasta pocas horas antes para que les proporcionase nuevos sueldos. Algunos le llamaban ya «bandido». Los hubo que, necesitando atacar а alguien para justificarse, insinuaron sus primeras protestas contra Torrebianca.

– Usted ha dicho en sus informes que los negocios eran magn?ficos. Debe haber visto con sus propios ojos lo que existe en aquellas tierras lejanas, pues de otro modo no se comprende cоmo puso su firma en unos documentos tеcnicos que sirvieron para infundirnos confianza en los negocios de ese hombre.

Y Torrebianca empezо а darse cuenta de que todos necesitaban una v?ctima escogida entre los vivos, para que cargase con las tremendas responsabilidades evitadas por el banquero al refugiarse entre los muertos.

– Tengo miedo, Manuel – dijo а su camarada. – Yo mismo no comprendo ahora cоmo firmе esos papeles, sin darme cuenta de su importancia… ?Quiеn pudo aconsejarme una fe tan ciega en los negocios de Fontenoy?

Robledo sonriо tristemente. Pod?a darle el nombre de la persona que le hab?a aconsejado; pero considerо inoportuno aumentar con tal revelaciоn el desaliento de su amigo.

A?n en medio de sus preocupaciones, Torrebianca pensaba en su mujer.

– ?Pobre Elena! He hablado con ella hace un momento… Cre? que iba а sufrir un accidente al contarle yo cоmo hab?a visto el cadаver de Fontenoy. Este suceso ha perturbado de tal modo su sistema nervioso, que temo por su salud.

Pero Robledo sintiо tal impaciencia ante sus lamentaciones, que dijo brutalmente:

– Piensa en tu situaciоn y no te ocupes de tu mujer. Lo que te amenaza es mаs grave que un ataque de nervios.

Los dos hombres, despuеs de hablar largamente de esta catаstrofe, acabaron por sentir cierto optimismo, como todos los que se familiarizan con la desgracia. ?Quiеn pod?a conocer la verdad exacta mientras los asuntos del banquero no fuesen puestos en claro por el juez!… Fontenoy era mаs iluso que criminal; esto lo reconoc?an hasta sus mayores enemigos. Muchos de los negocios ideados por еl acabar?an siendo excelentes. Su defecto hab?a consistido en pretender hacerlos marchar demasiado aprisa, enga?ando al p?blico sobre su verdadera situaciоn. Tal vez unos administradores prudentes sabr?an hacerlos productivos, reconociendo los informes de Fontenoy como exactos y declarando que Torrebianca no hab?a cometido ning?n delito al aprobarlos.

– Bien puede ser as? – dijo Robledo, que necesitaba mostrarse igualmente optimista.

Le hab?a infundido al principio una gran inquietud el desaliento de su amigo, y prefer?a ayudarle а recobrar cierta confianza en el porvenir. As? pasar?a mejor la noche.

– Verаs como todo se arregla, Federico. No concedas demasiado valor а lo que dicen los antiguos parаsitos de Fontenoy, aconsejados por el miedo.

Al d?a siguiente lo primero que hizo el espa?ol al levantarse fuе buscar los periоdicos. Todos se mostraban pesimistas y amenazadores en sus art?culos sobre este suicidio, que tomaba la importancia de un gran escаndalo parisiеn, augurando que la Justicia iba а meter en la cаrcel а personalidades muy conocidas antes de que hubiesen transcurrido cuarenta y ocho horas. Hasta creyо adivinar en uno de los periоdicos vagas alusiones а los informes de cierto ingeniero protegido de Fontenoy. Cuando volviо а encontrar а Federico en su biblioteca, todav?a le viо mаs viejo y mаs desalentado que en la noche anterior. Sobre una mesa estaban los mismos diarios que hab?a le?do еl.

– Quieren llevarme а la cаrcel – dijo con voz doliente. – Yo, que nunca he hecho mal а los demаs, no comprendo por quе se encarnizan de tal modo conmigo.

En vano intentо Robledo consolarle.

– ?Quе verg?enza! – siguiо diciendo. – Jamаs he temido а nadie, y sin embargo, no puedo sostener la mirada de los que me rodean. Hasta cuando me habla mi ayuda de cаmara bajo los ojos, temiendo ver los suyos… ?Quе dirаn de m? en mi propia casa!

Luego a?adiо, encogido y humilde, como si hubiese retrocedido а los a?os de su infancia:

– Tengo miedo de salir. Tiemblo sоlo de pensar que puedo ver а las mismas personas que he encontrado tantas veces en los salones, y me serа preciso explicarles mi conducta, sufrir sus miradas irоnicas, sus palabras de falsa lаstima.

Callо, para a?adir poco despuеs con admiraciоn:

– Elena es mаs valiente. Esta ma?ana, despuеs de leer los periоdicos, pidiо el automоvil para ir no sе dоnde. Debe estar haciendo visitas. Me dijo que era preciso defenderse… Pero ?cоmo voy а defenderme si es verdad que he autorizado con mi firma esos informes sobre negocios que no conozco?… Yo no sе mentir.

Robledo intentо en vano infundirle confianza, como en la noche anterior. Su optimismo carec?a ya de fuerzas para rehacerse.

– Tambiеn mi mujer cree, como t?, que esto puede arreglarse. Ella se siente tan segura de su influencia, que nunca llega а desesperar. Tiene en Par?s muchas amistades; le quedan muchas relaciones de familia. Se ha ido esta ma?ana jurando que conseguirа desbaratar las tramas de mis enemigos… Por-que ella supone que tenemos muchos enemigos y esos son los que intentan perderme, buscando un pretexto en la quiebra de Fontenoy… Elena sabe de todo mаs que yo, y no me extra?ar?a que consiguiese hacer cambiar la opiniоn de los periоdicos y la del mismo juez, desvaneciendo esas amenazas disimuladas de proceso y de cаrcel.

Se estremeciо al pronunciar la ?ltima palabra.

– ?La cаrcel!… ?Ves t?, Manuel, а un Torrebianca en la cаrcel?… Antes de que eso ocurra, apelarе al medio mаs seguro para evitar tal verg?enza.

Y recobraba su antigua energ?a vibrante y nerviosa, como si en su interior resucitasen todos sus antepasados, ofendidos por la amenaza.

Robledo se alarmо al ver la luz azulenca que pasaba por las pupilas de su amigo, igual al resplandor fugaz de una espada cimbreante.

– T? no puedes hacer ese disparate – dijo. – Vivir es lo primero. Mientras uno vive, todo puede arreglarse bien о mal. Con la muerte s? que no hay arreglo posible… Ademаs, ?quiеn sabe!… Tal vez no te equivocas en lo que se refiere а tu mujer, y ella pueda llegar а influir en el arreglo de tu situaciоn. Cosas mаs dif?ciles se han visto.

Al salir de la biblioteca encontrо Robledo а varias personas sentadas en el recibimiento y aguardando pacientemente. El ayuda de cаmara, con una confianza extemporаnea y molesta para еl, murmurо:

– Esperan а la se?ora marquesa… Les he dicho que el se?or hab?a salido.

No a?adiо mаs el criado; pero la expresiоn maliciosa de sus pupilas le hizo adivinar que los que esperaban eran acreedores.

El suicidio del banquero hab?a dado fin al escaso crеdito que a?n gozaban los Torrebianca. Todas aquellas gentes deb?an saber que Fontenoy era el amante de la marquesa. Por otra parte, la quiebra de su Banco privaba al marido de los empleos que serv?an aparentemente para el sostenimiento de una vida lujosa.

Comprendiо ahora que su amigo tuviese miedo y verg?enza de ver а los que le rodeaban en su propia casa y permaneciese aislado en su biblioteca.

A media tarde hablо por telеfono con еl. Elena acababa de regresar de su correr?a por Par?s, mostrаndose satisfecha de sus numerosas visitas.

– Me asegura que por el momento ha parado el golpe, y todo se irа arreglando despuеs – dijo Torrebianca, no queriendo mostrarse mаs expansivo en una conversaciоn telefоnica.

Cerrada la noche, volviо Robledo а la avenida Henri Martin. Hab?a le?do en un cafе los diarios vespertinos, no encontrando en ellos nada que justificase la relativa tranquilidad de su amigo. Continuaban las noticias pesimistas y las alusiones а una probable prisiоn de las personas comprometidas en la escandalosa quiebra.

Viо otra vez sobre una mesa de la biblioteca los mismos periоdicos que еl acababa de leer, y se explicо el desaliento de su amigo, quebrantado por el vaivеn de los sucesos, saltando en el curso de unas pocas horas de la confianza а la desesperaciоn. Era rudo el contraste entre su voz fr?a y reposada y el crispamiento doloroso de su rostro. Indudablemente, hab?a adoptado una resoluciоn, y persist?a en ella, sin mаs esperanza que un suceso inesperado y milagroso, ?nico que pod?a salvarle. Y si no llegaba este prodigio… entonces…

Mirо Robledo а todos lados, fijаndose en la mesa y otros muebles de la biblioteca. ?No poder adivinar dоnde estaba guardado el revоlver que era para su amigo el ?ltimo remedio! …

– ?Hay gente ah? fuera? – preguntо Torrebianca.

Como parec?a conocer las visitas molestas que durante el d?a hab?an desfilado por el recibimiento, Robledo no pidiо una aclaraciоn а esta pregunta, limitаndose а contestarla con un movimiento negativo. Entonces еl hablо de aquella invasiоn de acreedores que llegaba de todos los extremos de Par?s.

– Huelen la muerte – dijo-, y vienen sobre esta casa como bandas de cuervos… Cuando entrо Elena а media tarde, el recibimiento estaba repleto… Pero ella posee una magia а la que no escapan hombres ni mujeres, y le bastо hablar para convencerlos а todos. Creo que hasta le habr?an hecho nuevos prеstamos de ped?rselos ella…

Ensalzaba con orgullo el poder seductor de su esposa; pero la realidad se sobrepuso muy pronto а esta admiraciоn.

– Volverаn – dijo con tristeza. – Se han ido, pero volverаn ma?ana… Tambiеn Elena ha visto а ciertos amigos poderosos que inspiran а los periоdicos о tienen influencia sobre los jueces. Todos le han prometido servirla; pero ?ay! cuando ella estа lejos, cuando no la ven, su poder ya no es el mismo… Le han dicho que arreglarаn las cosas, y no dudo que as? serа por el momento; pero ?quе puede una mujer contra tantos enemigos?… Ademаs, no debo consentir que mi esposa vaya de un lado а otro defendiеndome, mientras yo permanezco aqu? encerrado. Sе а lo que se expone una mujer cuando va а solicitar el apoyo de los hombres. No… Eso ser?a peor que la cаrcel.

Y por las pupilas de Torrebianca, que mostraba а veces un temor pueril y а continuaciоn una gran energ?a, pasо cierto resplandor agresivo al pensar en los peligros а que pod?a verse expuesta la fidelidad de Elena durante las gestiones hechas para salvarle.

– La he prohibido que contin?e las visitas, aunque sean а viejos amigos de su familia. Un hombre de honor no puede tolerar ciertas gestiones cuando se trata de su mujer… Confiе-monos а la suerte, y ocurra lo que Dios quiera. Sоlo el cobarde carece de soluciоn cuando llega el momento decisivo.

Robledo, que le hab?a escuchado sin dar muestras de impaciencia, dijo con voz grave:

– Yo tengo una soluciоn mejor que la tuya, pues te permitirа vivir… Vente conmigo.

Y lentamente, con una frialdad metоdica, como si estuviera exponiendo un negocio о un proyecto de ingenier?a, le explicо su plan.

Era absurdo esperar que se arreglasen favorablemente los asuntos embrollados por el suicidio de Fontenoy, y resultaba peligroso seguir viviendo en Par?s.

– Te advierto que adivino lo que piensas hacer ma?ana о tal vez esta misma noche, si consideras tu situaciоn sin remedio. Sacarаs tu revоlver de su escondrijo, tomarаs una pluma y escribirаs dos cartas, poniendo en el sobre de una de ellas: «Para mi esposa»; y en el sobre de la otra: «Para mi madre». ?Tu pobre madre que tanto te quiere, que se ha sacrificado siempre por ti, y а cuyos sacrificios corresponderаs yеndote del mundo antes de que ella se marche!…

El tono de acusaciоn con que fueron dichas estas palabras conmoviо а Torrebianca. Se humedecieron sus ojos y bajо la frente, como avergonzado de una acciоn innoble. Sus labios temblaron, y Robledo creyо adivinar que murmuraban levemente: «?Pobre mamа!… ?Mamа m?a!»

Sobreponiеndose а la emociоn, volviо а levantar Federico su cabeza.

– ?Crees t? – dijo – que mi madre se considerarа mаs feliz viеndome en la cаrcel?

El espa?ol se encogiо de hombros.

– No es preciso que vayas а la cаrcel para seguir viviendo. Lo que pido es que te dejes conducir por m? y me obedezcas, sin hacerme perder tiempo.

Despuеs de mirar los periоdicos que estaban sobre la mesa, a?adiо:

– Como creo dificil?sima tu salvaciоn, ma?ana mismo salimos para la Amеrica del Sur. T? eres ingeniero, y allа en la Patagonia podrаs trabajar а mi lado… ?Aceptas?

Torrebianca permaneciо impasible, como si no comprendiese esta proposiciоn о la considerase tan absurda que no merec?a respuesta. Robledo pareciо irritarse por su silencio.

– Piensa en los documentos que firmaste para servir а Fontenoy, declarando excelentes unos negocios que no hab?as estudiado.

– No pienso en otra cosa – contestо Federico – , y por eso considero necesaria mi muerte.

Ya no contuvo su indignaciоn el espa?ol al oir las ?ltimas palabras, y abandonando su asiento, empezо а hablar con voz fuerte.

– Pero yo no quiero que mueras, grand?simo majadero. Yo te ordeno que sigas viviendo, y debes obedecerme… Imag?nate que soy tu padre… Tu padre no, porque muriо siendo t? ni?o… Hazte cuenta que soy tu madre, tu vieja mamа, а la que tanto quieres, y que te dice: «Obedece а tu amigo, que es lo mismo que si me obedecieses а m?.»

La vehemencia con que dijo esto volviо а conmover а Torrebianca, hasta el punto de hacerle llevar las manos а los ojos. Robledo aprovechо su emociоn para decir lo que consideraba mаs importante y dif?cil.

– Yo te sacarе de aqu?. Te llevarе а Amеrica, donde puedes encontrar una nueva existencia. Trabajarаs rudamente, pero con mаs nobleza y mаs provecho que en el viejo mundo; sufrirаs muchas penalidades, y tal vez llegues а ser rico… Pero para todo eso necesitas venir conmigo… solo.

Se incorporо el marquеs, apartando las manos de su rostro. Luego mirо а su amigo con una extra?eza dolorosa. ?Solo?… ?Cоmo se atrev?a а proponerle que abandonase а Elena?… Prefer?a morir, pues de este modo se libraba del sufrimiento de pensar а todas horas en la suerte de ella.

Como Robledo estaba irritado, y en tal caso, siempre que alguien se opon?a а sus deseos, era de un carаcter impetuoso, exclamо irоnicamente:

– ?Tu Elena!… Tu Elena es…

Pero se arrepintiо al fijarse en el rostro de Federico, procurando justificar su tono agresivo.

– Tu Elena es… la culpable en gran parte de la situaciоn en que ahora te encuentras. Ella te hizo conocer а Fontenoy, ?No es as??… Por ella firmaste documentos que representan tu deshonra profesional.

Federico bajо la cabeza; pero el otro todav?a quiso insistir en su agresividad.

– ?Cоmo conociо tu mujer а Fontenoy?… Me has dicho que era amigo antiguo de su familia… y eso es todo lo que sabes.

A?n se contuvo un momento, pero su cоlera le empujо, pudiendo mаs que su prudencia, que le aconsejaba callar.

– Las mujeres conocen siempre nuestra historia, y nosotros sоlo sabemos de ellas lo que quieren contarnos.

El marquеs hizo un gesto como si se esforzase por comprender el sentido de tales palabras.

– Ignoro lo que quieres decir – dijo con voz sombr?a – ;

pero piensa que hablas de mi mujer. No olvides que lleva mi nombre. ?Y yo la amo tanto!…

Despuеs quedaron los dos en silencio. Seg?n transcurr?an los minutos parec?a agrandarse la separaciоn entre ambos. Robledo creyо conveniente hablar para el restablecimiento de su amistosa cordialidad.

– Allа, la vida es dura, y sоlo se conocen de muy lejos las comodidades de la civilizaciоn. Pero el desierto parece dar un ba?o de energ?a, que purifica y transforma а los hombres fugitivos del viejo mundo, preparаndolos para una nueva existencia. Encontrarаs en aquel pa?s nаufragos de todas las catаstrofes, que han llegado lo mismo que los que se salvan nadando, hasta poner el pie en una isla bienaventurada. Todas las diferencias de nacionalidad, de casta y de nacimiento desaparecen. Allа sоlo hay hombres. La tierra donde yo vivo es… la tierra de todos.

Como Torrebianca permanec?a impasible, creyо oportuno recordarle otra vez su situaciоn.

– Aqu? te aguardan la deshonra y la cаrcel, о lo que es peor, la est?pida soluciоn de matarte. Allа, conocerаs de nuevo la esperanza, que es lo mаs precioso de nuestra existencia… ?Vienes?

El marquеs saliо de su estupefacciоn, iniciando el esperado movimiento afirmativo; pero Robledo le contuvo con un ademаn para que esperase, y a?adiо enеrgicamente:

– Ya sabes mis condiciones. Allа hay que ir como а la guerra: con pocos bagajes; y una mujer es el mаs pesado de los estorbos en expediciones de este gеnero… Tu esposa no va а morir de pena porque t? la dejes en Europa. Os escribirеis como novios; una ausencia larga reanima el amor. Ademаs, puedes enviarla dinero para el sostenimiento de su vida. De todos modos, harаs por ella mucho mаs que si te matas о te dejas llevar а la cаrcel… ?Quieres venir?

Quedо pensativo Torrebianca largo rato. Despuеs se levantо е hizo una se?a а Robledo para que esperase, saliendo de la biblioteca.

No permaneciо mucho tiempo solo el espa?ol. Le pareciо oir muy lejos, como apagadas por las colgaduras y los tabiques, voces que casi eran gritos. Luego sonaron pasos mаs prоximos, se levantо violentamente un cortinaje y entrо Elena en la biblioteca seguida de su esposo.

Era una Elena transformada tambiеn por los acontecimientos. Robledo creyо que para ella las horas hab?an sido igualmente largas como a?os. Parec?a mаs vieja, pero no por eso dejaba de ser hermosa. Su belleza ajada era mаs sincera que la de los d?as risue?os. Ten?a el melancоlico atractivo de un ramo de flores que empiezan а marchitarse. Hab?an transcurrido veinticuatro horas sin que pudiera ella dedicarse а los cuidados de su cuerpo, y se hallaba ademаs bajo la influencia de incesantes emociones, unas dolorosas y otras irritantes para su amor propio. Mаs que en la suerte de su marido, pensaba en lo que estar?an diciendo а aquellas horas las numerosas amigas que ten?a en Par?s.

Arrojо violentamente а sus espaldas el cortinaje, y fuе avanzando por la biblioteca como una invasiоn arrolladora. Sus ojos parecieron desafiar а Robledo.

– ?Quе es lo que me cuenta Federico? – dijo con voz аspera. – ?Quiere usted llevаrselo y que deje abandonada а su mujer entre tantos enemigos?…

Torrebianca, que al marchar detrаs de ella sent?a de nuevo su poder de dominaciоn, creyо del caso protestar para convencerla de su fidelidad.

– Yo no te abandonarе nunca… Se lo he dicho а Manuel varias veces.

Pero Elena no lo escuchaba, y continuо avanzando hacia Robledo.

– ?Y yo que le ten?a а usted por un amigo seguro!… ?Mal sujeto! ?Querer arrebatar а una mujer el apoyo de su esposo, dejаndola sola!…

Al hablar miraba fijamente los ojos del espa?ol, como si pretendiese contemplarse en ellos. Pero debiо ver tales cosas en estas pupilas, que su voz se hizo mаs suave, y hasta acabо por fingir un moh?n infantil de disgusto, amenazando al hombre con un dedo. El colonizador permaneciо impasible, encontrando, sin duda, inoportunas estas gracias pueriles, y Elena tuvo que continuar hablando con gravedad.

– A ver expl?quese usted. D?game cuаles son sus planes para sacar а mi marido de aqu?, llevаndolo а esas tierras lejanas donde vive usted como un se?or feudal.

Insensible а la voz y а los ojos de ella, hablо Robledo fr?amente, lo mismo que si expusiese un trabajo de ingenier?a.

Hab?a discurrido, mientras conversaba con Federico, la manera de sacarlo de Par?s. Buscar?a al d?a siguiente un automоvil para еl, como si se le hubiese ocurrido de pronto emprender un viaje а Espa?a. Era oportuno tomar precauciones. Torrebianca a?n estaba libre, pero bien pod?a ser que lo vigilase preventivamente la polic?a mientras el juez estudiaba su culpabilidad. Aunque la frontera de Espa?a estaba lejos, la pasar?an antes de que la Justicia hubiese lanzado una orden de prisiоn. Ademаs, еl ten?a amigos en la misma frontera, que les ayudar?an en caso de peligro para que pudiesen llegar los dos а Barcelona, y una vez en este puerto era fаcil encontrar pasaje para la Amеrica del Sur.

Elena le escuchо frunciendo su entrecejo y moviendo la cabeza.

– Todo estа bien pensado – dijo – ; pero en ese plan, ?por quе ha de incluir usted solamente а mi esposo? ?Por quе no puedo marcharme yo tambiеn con ustedes?

Torrebianca quedо sorprendido por la proposiciоn. Horas antes, al volver Elena а casa, hab?a mostrado una gran confianza en el porvenir para animar а su marido y tal vez para enga?arse а s? misma. Ven?a de visitar а hombres que conoc?a de larga fecha y de recoger grandes promesas, dadas con la galanter?a melancоlica y protectora que inspiran los recuerdos lejanos de amor. Como no ve?a otro remedio а su situaciоn que estas palabras, hab?a necesitado creer en ellas, forjаndose ilusiones sobre su eficacia; pero ahora, al conocer el plan de Robledo, todo su optimismo acababa de derrumbarse.

Las promesas de sus amistades no eran mas que dulces mentiras; nadie har?a nada por ellos al verlos en la desgracia; la Justicia seguir?a su curso. Su marido ir?a а la cаrcel, y ella tendr?a que empezar otra vez… ?otra vez! en un mundo extremadamente viejo, donde le era dif?cil encontrar un rincоn que no hubiese conocido antes… Ademаs, ?tantas amigas deseosas de vengarse!…

Robledo viо pasar por sus ojos una expresiоn completamente nueva. Era de miedo: el miedo del animal acosado. Por primera vez percibiо en la voz de Elena un acento de verdad.

– Usted es el ?nico, Manuel, que ve claramente nuestra situaciоn; el ?nico que puede salvarnos… Pero llеveme а m? tambiеn. No tengo fuerzas para quedarme… Primero mendigar en un mundo nuevo.

Y hab?a tal tristeza y tal mansedumbre en esta s?plica, que el espa?ol la compadeciо, olvidando todo lo que pensaba contra ella momentos antes.

Torrebianca, como si adivinase la repentina flaqueza de su amigo, dijo enеrgicamente:

– O te sigo con ella, о me quedo а su lado, sin miedo а lo que ocurra.

A?n dudо Robledo unos momentos; pero al fin hizo con su cabeza un gesto de aceptaciоn. Inmediatamente se arrepintiо, como si acabase de aprobar algo que le parec?a absurdo.

Empezо а reir Elena, olvidando con una facilidad asombrosa las angustias del presente.

– Yo siempre he adorado los viajes – dijo con entusiasmo. – Montarе а caballo, cazarе fieras, arrostrarе grandes peligros. Voy а vivir una existencia mаs interesante que la de aqu?; una vida de hero?na de novela.

El espa?ol la mirо como espantado de su inconsciencia. Ya no se acordaba de Fontenoy. Parec?a haber olvidado igualmente que a?n estaba en Par?s, y de un momento а otro la polic?a pod?a entrar en la casa para llevarse а su marido.

Le alarmо tambiеn la enorme distancia entre la existencia real de los que colonizan las soledades de Amеrica y las ilusiones novelescas que se forjaba esta mujer.

Torrebianca les interrumpiо con palabras de desaliento, como si juzgase imposible la realizaciоn del plan de su amigo.

– Para marcharnos, necesitamos pagar antes lo que debemos. ?Dоnde encontrar dinero?…

Su esposa volviо а reir, haciendo al mismo tiempo gestos de estra?eza.

– ?Pagar!… ?Quiеn piensa en eso? Los acreedores esperarаn. Yo encuentro siempre una palabra oportuna para ellos… Ya les pagaremos desde Amеrica cuando t? seas rico.

Obsesionado por sus escr?pulos, el marquеs insistiо en ellos con una tenacidad caballeresca.

– No saldrе de aqu? sin que hayamos pagado а lo menos nuestra servidumbre. Ademаs, necesitamos dinero para el viaje.

Hubo un largo silencio; y el marido, que segu?a pensativo, dijo de pronto, como si hubiese encontrado una soluciоn:

– Por suerte, tenemos tus joyas. Podemos venderlas antes de embarcarnos.

Mirо Elena irоnicamente el collar y las sortijas que llevaba en aquel momento.

– No llegarаn а dar dos mil francos por еstas ni por las otras que guardo. Todas falsas, absolutamente falsas.

– Pero ?y las verdaderas? – preguntо, asombrado, Torrebianca. – ?Y las que compraste con el dinero que te enviaron muchas veces de tus propiedades en Rusia?

Robledo creyо oportuno intervenir para que no se prolongase este diаlogo peligroso.

– No quieras saber demasiado, y hablemos del presente… Yo pagarе а tus domеsticos; yo costearе el viaje de los dos.

Elena le tomо ambas manos, murmurando palabras de agradecimiento. Torrebianca, aunque conmovido por esta generosidad, insist?a en no aceptarla; pero el espa?ol cortо sus protestas.

– Vine а Par?s con dinero para seis meses, y me irе а las cuatro semanas; eso es todo.

Despuеs a?adiо con una desesperaciоn cоmica:

– Me privarе de conocer unos cuantos restoranes nuevos y de apreciar varias marcas de vinos famosos… Ya ves que el sacrificio nada tiene de extraordinario.

Federico le estrechо la diestra silenciosamente, al mismo tiempo que Elena le abrazaba y besaba con un impudor entusiаstico. Todas sus palabras eran ahora para un pa?s desconocido, en el que no pensaba horas antes y que admiraba ya como un para?so.

– ?Quе ganas tengo de verme en aquella tierra nueva, que, como dice usted, es la tierra de todos!…

Y mientras los esposos hablaban de sus preparativos para emprender al d?a siguiente un viaje que en realidad, era una fuga, Robledo, puestos sus ojos en ella, se dijo mentalmente:

«?Quе disparate acabo de hacer!… ?Quе terrible regalo voy а llevar а los que viven allа lejos, duramente… pero en paz!»




CAP?TULO V


Unos trabajadores aragoneses que hab?an emigrado а la Argentina, llevando una guitarra como lo mаs precioso de su bagaje para acompa?ar las coplas «sacadas de su cabeza», al verla pasar а caballo dedicaron una canciоn а «la Flor de R?o Negro».

Este apodo primaveral se difundiо inmediatamente por el pa?s, y todos llamaron as? а la hija del due?o de la estancia de Rojas; pero su verdadero nombre era Celinda.

Ten?a diez y siete a?os, y aunque su estatura parec?a inferior а la correspondiente а su edad, llamaba la atenciоn por sus аgiles miembros y la energ?a de sus ademanes.

Muchos hombres del pa?s, que admiraban lo mismo que los orientales la obesidad femenil, considerando una exuberancia de carnes como el acompa?amiento indispensable de toda hermosura, hac?an gestos de indiferencia al escuchar los elogios que dedicaban algunos а la ni?a de Rojas. Admit?an su rostro gracioso y picaresco, con la nariz algo respingada, la boca de un rojo sangriento, los dientes muy blancos y puntiagudos, y unos ojos enormes, aunque demasiado redondos. Pero aparte de su carita… ?nada de mujer! «Es igualmente lisa por delante y por el revеs – dec?an. – Parece un muchacho.»

Efectivamente, а cierta distancia la tomaban por un hombrecito, pues iba vestida siempre con traje masculino, y montaba caballos bravos а estilo varonil. A veces agitaba un lazo sobre su cabeza lo mismo que un peоn, persiguiendo alguna yegua о novillo de la hacienda de su padre, don Carlos Rojas.

Еste, seg?n contaban en el pa?s, pertenec?a а una familia antigua de Buenos Aires. De joven hab?a llevado una existencia alegre en las principales ciudades de Europa. Luego se casо; pero su vida domеstica en la capital de la Argentina resultaba tan costosa como sus viajes de soltero por el viejo mundo, perdiendo poco а poco la fortuna heredada de sus padres en gastos de ostentaciоn y en malos negocios. Su esposa hab?a muerto cuando еl empezaba а convencerse de su ruina. Era una se?ora enfermiza y melancоlica, que publicaba versos sentimentales, con un seudоnimo, en los periоdicos de modas, y dejо como recuerdo poеtico а su hija ?nica el nombre de Celinda.

El se?or Rojas tuvo que abandonar la estancia heredada de sus padres, cerca de Buenos Aires, cuyo valor ascend?a а varios millones. Pesaban sobre ella tres hipotecas, y cuando los acreedores se repartieron el producto de su venta no quedо а don Carlos otro recurso que alejarse de la parte mаs civilizada de la Argentina, instalаndose en R?o Negro, donde era poseedor de cuatro leguas de tierra compradas en sus tiempos de abundancia, por un capricho, sin saber ciertamente lo que adquir?a.

Muchos hombres arruinados ven de pronto en la agricultura un medio de rehacer sus negocios, а pesar de que ignoran lo mаs elemental para dedicarse al cultivo de la tierra. Este criollo, acostumbrado а una vida de continuos derroches en Par?s y en Buenos Aires, creyо poder realizar el mismo milagro. Еl, que nunca hab?a querido preocuparse de la administraciоn de una estancia cerca de la capital, con inagotables prados naturales en los que pastaban miles de novillos, tuvo que llevar la vida dura y sobria del jinete r?stico que se dedica al pastoreo en un pa?s inculto. Lo que sus abuelos hab?an hecho en los ricos campos inmediatos а Buenos Aires, donde el cielo derrama su lluvia oportunamente, tuvo que repetirlo Rojas bajo el cielo de bronce de la Patagonia, que apenas si deja caer algunas gotas en todo el a?o sobre las tierras polvorientas.

El antiguo millonario sobrellevaba con dignidad su desgracia. Era un hombre de cincuenta a?os, mаs bien bajo que alto, la nariz aguile?a y la barba canosa. En medio de una existencia ruda conservaba su primitiva educaciоn. Sus maneras delataban а la persona nacida en un ambiente social muy superior al que ahora le rodeaba. Como dec?an en el inmediato pueblo de la Presa, era un hombre que, vistiese como vistiese, ten?a aire de se?or. Llevaba casi siempre botas altas, gran chambergo y poncho. Pendiente de su diestra se balanceaba el peque?o lаtigo de cuero, llamado rebenque.

Los edificios de su estancia eran modestos. Los hab?a construido а la ligera, con la esperanza de mejorarlos cuando aumentase su fortuna; pero, como ocurre casi siempre en las instalaciоn es campestres, estas obras provisionales iban а durar mаs a?os tal vez que las levantadas en otras partes como definitivas. Sobre las paredes de ladrillo cocido, sin revoque exterior, о de simples adobes, se elevaban las techumbres hechas con planchas de cinc ondulado. En el interior de la casa del due?o los tabiques sоlo llegaban а cierta altura, dejando circular el aire por toda la parte alta del edificio. Las habitaciones eran escasas en muebles. La pieza que serv?a de salоn, despacho y comedor, donde don Carlos recib?a а sus visitas, estaba adornada con unos cuantos rifles y pieles de pumas cazados en las inmediaciones. El estanciero pasaba gran parte del d?a fuera de la casa, inspeccionando los corrales de ganado mаs inmediatos. De pronto pon?a al galope su caballejo incansable, para sorprender а los peones que trabajaban en el otro extremo de su propiedad.

Una ma?ana sintiо impaciencia al ver que hab?a pasado la hora habitual de la comida sin que Celinda volviese а la estancia.

No tem?a por ella. Desde que su hija llegо а R?o Negro, teniendo ocho a?os, empezо а vivir а caballo, considerando la planicie desierta como su casa.

– Es peligroso ofenderla – dec?a el padre con orgullo. – Maneja revоlver y tira mejor que yo. Ademаs, no hay persona ni animal que se le escape cuando tiene un lazo en la mano. Mi hija es todo un hombre.

La viо de pronto corriendo por la l?nea que formaban la llanura y el cielo al juntarse. Parec?a un peque?o jinete de plomo escapado de una caja de juguetes. Delante de su caballito corr?a un toro en miniatura. El grupo galopador fuе creciendo con una rapidez maravillosa. En esa llanura inmensa, todo lo que se mov?a cambiaba de tama?o sin gradaciones ordenadas, desorientando y aturdiendo los ojos todav?a no acostumbrados а los caprichos оpticos del desierto.

Llegо la joven dando gritos y agitando el lazo para excitar la marcha de la res que ven?a persiguiendo, hasta que la obligо а refugiarse en un cercado de maderos. Luego echо pie а tierra y fuе а encontrarse con su padre; pero еste, despuеs de recibir un beso de ella, la repeliо, mirando con severidad el traje varonil que llevaba.

– Te he dicho muchas veces que no quiero verte as?. Los pantalones se han hecho para los hombres, ?creo yo!… y las «polleras» para las mujeres. No puedo tolerar que una hija m?a vaya como esas cоmicas que aparecen en las vistas del biоgrafo.

Celinda recibiо la reprimenda bajando los ojos con graciosa hipocres?a. Prometiо obedecer а su padre, conteniendo al mismo tiempo su deseo de reir. Precisamente pensaba а todas horas en las amazonas con pantalones que figuran en losfilms de los Estados Unidos, y hab?a echado largas galopadas para ir hasta Fuerte Sarmiento, el pueblo mаs inmediato, donde los cinematografistas errabundos proyectaban sobre una sаbana, en el cafе de su ?nico hotel, historias interesantes que le serv?an а ella para estudio de las ?ltimas modas.

Durante la comida le preguntо don Carlos si hab?a estado cerca de la Presa y cоmo marchaban los trabajos en el r?o.

Una esperanza de volver а ser rico, cada vez mаs probable, hac?a que el se?or Rojas, antes melancоlico y desesperanzado, sonriese desde los ?ltimos meses. Si los ingenieros del Estado consegu?an cruzar con un dique el r?o Negro, los canales que estaban abriendo un espa?ol llamado Robledo y otro socio suyo fecundar?an las tierras compradas por ellos junto а su estancia, y еl podr?a aprovechar igualmente dicha irrigaciоn, lo que aumentar?a el valor de sus campos en proporciones inauditas.

Le escuchо Celinda con la indiferencia que muestra la juventud por los asuntos de dinero. Ademаs, don Carlos tuvo que privarse del placer de continuar haciendo suposiciones sobre su futura riqueza al ver а una mestiza de formas exuberantes, carrilluda, con los ojos oblicuos y una gruesa trenza de cabello negro y аspero que se conservaba sobre sus enormes prominencias dorsales para seguir descendiendo.

Al entrar en el comedor dejо junto а la puerta un saco lleno de ropa. Luego se abalanzо sobre Celinda, besаndola y mojando su rostro con frecuentes lagrimones.

– ?Mi patroncita preciosa!… ?Mi ni?a, que la he querido siempre como una hija!…

Conoc?a а Celinda desde que еsta llegо al pa?s y entrо ella en la estancia como domеstica. Le resultaba doloroso separarse de la se?orita, pero no pod?a transigir mаs tiempo con el carаcter de su padre.

Don Carlos era violento en el mandar y no admit?a objeciones de las mujeres, sobre todo cuando ya hab?an pasado de cierta edad.

– El patrоn a?n estа muy verde – dec?a Sebastiana а sus amigas – ; y como una ya va para vieja, resulta que otras mаs tiernas son las que reciben las sonrisas y las palabras lindas, y para m? sоlo quedan los gritos y el amenazarme con el rebenque.

Despuеs de besuquear а la joven, mirо Sebastiana а don Carlos con una indignaciоn algo cоmica, a?adiendo:

– Ya que el patrоn y yo no podemos avenirnos, me voy а la Presa, а servir donde el contratista italiano.

Rojas levantо los hombros para indicar que pod?a irse donde quisiera, y Celinda acompa?о а su antigua criada hasta la puerta del edificio.

A media tarde, cuando don Carlos hubo dormido la siesta en una mecedora de lona y le?do varios periоdicos de Buenos Aires, de los que tra?a el ferrocarril а este desierto tres veces por semana, saliо de la casa.

Atado а un poste del tejadillo sobre la puerta, estaba un caballo ensillado. El estanciero sonriо satisfecho al darse cuenta de que la silla era de mujer. Celinda apareciо vestida con falda de amazona. Enviо а su padre un beso con la punta del rebenque, y sin apoyarse en el estribo ni pedir ayuda а nadie, se colocо de un salto sobre el aparejo femenil, haciendo salir su caballo а todo galope hacia el r?o.

No fuе muy lejos. Se detuvo en el lado opuesto de un grupo de sauces, donde encontrо atado otro caballo con silla de hombre, el mismo que montaba en la ma?ana. Celinda, echando pie а tierra, se despojо de su traje femenil, apareciendo con pantalones, botas de montar, camisa y corbata varoniles. Sonre?a de su desobediencia al «viejo», pues as? llamaba ella а su padre, seg?n costumbre del pa?s.

Tem?a la posible extra?eza de otro hombre y deseaba evitarla. Este hombre la hab?a conocido siempre vestida de muchacho, tratаndola а causa de ello con una confianza amistosa. ?Quiеn sabe si al verla con faldas, lo mismo que una se?orita, experimentar?a cierta timidez, mostrаndose ceremonioso y evitando finalmente nuevos encuentros con ella!…

Dejо su traje femenil sobre el caballo que la hab?a tra?do y montо alegremente en el otro, oprimiеndole los flancos con sus piernas nerviosas, al mismo tiempo que echaba en alto el lazo atado а la silla, formando una espiral de cuerda sobre su cabeza.

Galopо por la orilla del r?o, junto а los a?osos sauces que encorvaban sus cabelleras sobre el deslizamiento de la corriente veloz. Este camino l?quido, siempre solitario, que ven?a de los ventisqueros de los Andes junto al Pac?fico, para derramarse en el Atlаntico, hab?a recibido su nombre, seg?n algunos, а causa de las plantas obscuras que cubren su lecho, dando un color verdinegro а las aguas hijas de las nieves.

El milenario rodar de su curso hab?a ido cortando la meseta con una profunda hondonada de una legua о dos de anchura. El r?o corr?a por esta profundidad entre dos aceras formadas con los aportes de su lеgamo durante las grandes inundaciones. Estas dos orillas desiguales eran de tierra fеrtil y suelta, prоdiga para el cultivo all? donde recib?a la humedad de las aguas inmediatas. Mаs lejos se levantaba el suelo, formando el acantilado amarillento de dos murallas sinuosas que se miraban frente а frente. La de la izquierda era el ?ltimo l?mite de la Pampa. En la orilla opuesta empezaba la meseta patagоnica, de fr?os glaciales, calores asfixiantes, huracanes crueles y аspera vegetaciоn, que sоlo permite alimentarse а los reba?os cuando disponen de extensiones enormes.

Toda la vida del pa?s estaba reconcentrada en la ancha hendidura abierta por las aguas que forma la l?nea fronteriza entre la Pampa y la Patagonia. Las dos cintas de terreno de sus orillas representaban miles de kilоmetros de suelo fеrtil aportado por el r?o en su viaje de los Andes al mar. En una secciоn de este barranco inmenso era donde trabajaban los hombres para elevar el nivel de las aguas unos cuantos metros, fecundando los campos prоximos.

Celinda daba gritos para excitar al caballo, como si necesitase comunicarle su alegr?a. Iba al encuentro de lo que mаs le interesaba en todo el pa?s. Al seguir una revuelta del r?o se abriо la superficie de еste ante sus ojos, formando una laguna tranquila y desierta. En ?ltimo tеrmino, donde se estrechaban sus orillas aprisionando y alborotando las aguas, viо los fеrreos perfiles de varias mаquinas elevadoras, as? como las techumbres de cinc о de paja de una poblaciоn. Era el antiguo campamento de la Presa, que se transformaba rаpidamente en un pueblo. Todas sus construcciones parec?an aplastadas sobre el suelo, sin una torrecilla, sin un doble piso que animase su platitud monоtona.

Como la curiosidad de la joven no llegaba hasta el pueblo, refrenо la velocidad de su caballo y marchо al paso hacia unos grupos de hombres que trabajaban lejos del r?o, casi en el sitio donde empezaba а remontarse la llanura, iniciando la ladera de la altiplanicie correspondiente а la Pampa.

Estos peones, unos de origen europeo, otros mestizos, remov?an y amontonaban la tierra, abriendo peque?os canales para la irrigaciоn. Dos mаquinas, acompa?adas por el mugido de sus motores, excavaban igualmente el suelo para facilitar el trabajo humano.

Mirо Celinda en torno а ella con ojos de exploradora, y volviendo su espalda а las cuadrillas de trabajadores, se dirigiо hacia un hombre aislado en una peque?a altura. Este hombre ocupaba un catrecillo de lona ante una mesa plegadiza. Iba vestido con traje de campo y botas altas. Ten?a un gran sombrero ca?do а sus pies y apoyaba la frente en una mano, estudiando los papeles puestos sobre la mesilla.

Era un joven rubio, de ojos claros. Su cabeza hac?a recordar las de los atletas griegos tales como las ha eternizado la escultura, tipo que reaparece con una frecuencia inexplicable en las razas nоrdicas de Europa: la nariz recta, la cabellera de cortos rizos invadiendo la frente baja y ancha, el cuello vigoroso. Se hallaba tan ensimismado en el estudio de sus papeles, que no viо llegar а Flor de R?o Negro.

Esta hab?a desmontado sin abandonar su lazo. Con la astucia y la ligereza de un indio empezо а marchar а gatas por la suave pendiente, sin que el mаs leve ruido denunciase su avance. A pocos metros de aquel hombre se incorporо, riendo en silencio de su travesura, mientras hac?a dar vueltas al lazo con vigorosa rotaciоn, dejаndolo escapar al fin. El c?rculo terminal de la cuerda cayо sobre el joven, estrechаndose hasta sujetarlo por mitad de sus brazos, y un ligero tirоn le hizo vacilar en su asiento.

Mirо enfurecido en torno е hizo un ademаn para defender-se; pero su cоlera se trocо en risue?a sorpresa al mismo tiempo que llegaba а sus o?dos una carcajada fresca е insolente.

Viо а Celinda que celebraba su broma tirando del lazo; y para no ser derribado, tuvo que marchar hacia la amazona. Еsta, al tenerle junto а ella, dijo con tono de excusa:

– Como no nos vemos hace tanto tiempo, he venido para capturarle. As? no se me escaparа mаs.

El joven hizo gestos de asombro y contestо con una voz lenta y algo torpe, que estropeaba las s?labas, dаndolas una pronunciaciоn extranjera:

– ?Tanto tiempo!… ?No nos hemos visto esta ma?ana?

Ella remedо su acento al repetir sus palabras:

– ?Tanto tiempo!… Y aunque as? sea, gringo desagradecido, ?le parece а usted poca cosa no haberse visto desde esta ma?ana?

Los dos rieron con un regocijo infantil.

Hab?an retrocedido hasta donde aguardaba el caballo, y Celinda se apresurо а montar en еl, como si se considerase humillada y desarmada permaneciendo а pie. Ademаs, «el gringo», а pesar de su alta estatura, quedaba de este modo con la cabeza al nivel de su talle, lo que proporcionaba а Flor de R?o Negro la superioridad de poder mirarlo de arriba abajo.

Como a?n ten?a el extranjero el c?rculo de cuerda alrededor de su busto, Celinda quiso libertarle de tal opresiоn.

– Oiga, don Ricardo; ya estoy cansada de que sea mi esclavo. Voy а dejarle libre, para que trabaje un poquito.

Y sacо el lazo por encima de sus hombros; pero al ver que el joven permanec?a inmоvil, como si en su presencia perdiese toda iniciativa, le presentо la mano derecha con una majestad cоmica:

– Bese usted, mister Watson, y no sea mal educado. Aqu? en el desierto va usted perdiendo las buenas maneras que aprendiо en su Universidad de California.

Riо еl ingeniero del tono solemne de la muchacha y acabо por besar su mano. Pero la miraba con la bondad protectora de las personas mayores que se complacen celebrando las malicias de una ni?a traviesa, y esto pareciо contrariar а la hija de Rojas.

– Acabarе por re?ir con usted. Se empe?a en tratarme como una muchachita, cuando soy la primera dama del pa?s, la princesa do?a Flor de R?o Negro.

Continuaba Watson sus risas, y esta insistencia venciо finalmente la fingida gravedad de la joven. Los dos unieron sus carcajadas; pero la se?orita Rojas mostrо а continuaciоn un interеs maternal, que le hizo enterarse minuciosamente de la vida que llevaba su amigo.

– Trabaja usted demasiado, y yo no quiero que se canse, ?sabe, gringuito?… Es mucho quehacer para un hombre solo. ?Cuаndo viene su amigo Robledo?… De seguro que estarа divirtiеndose allа en Par?s.

Watson hablо tambiеn con seriedad al oir el nombre de su asociado. Estaba ya de regreso y llegar?a de un momento а otro. En cuanto а su trabajo, no lo consideraba anonadador. Еl hab?a hecho cosas mаs dif?ciles y penosas en otras tierras. Mientras los ingenieros del gobierno no terminasen el dique, lo que trabajaban Robledo y еl era ?nicamente para ganar tiempo, pues los canales de nada pod?an servir sin el agua del r?o.

Hab?an empezado а caminar, е insensiblemente se dirigieron hacia el pueblo. Ricardo marchaba а pie, con una mano apoyada en el cuello del caballo y los ojos en alto, para ver а Celinda mientras hablaba. Los peones, dando por terminado el trabajo, recog?an sus herramientas. Como los dos quer?an evitar un encuentro con los grupos que regresaban al pueblo, siguieron avanzando lejos del r?o, por donde empezaba а elevarse el terreno, formando la pendiente de la altiplanicie pampera.

Al subir la hinchazоn de un contrafuerte de esta muralla que se perd?a de vista, contemplaron а sus pies todo el antiguo campamento convertido en pueblo y la amplitud lacustre formada por el r?o ante el estrecho donde iba а construirse el dique.

El campamento era un conglomerado de viviendas levantadas sin orden: chozas hechas de adobes con cubierta de paja, casas de ladrillo con techos de ramaje о de cinc, tiendas de lona. Las construcciones mаs cоmodas eran de madera y desarmables, estando ocupadas por los ingenieros, los capataces y otros empleados. Por encima de todas las viviendas emerg?a una casa de madera montada sobre pilotes, con una galer?a exterior ante sus cuatro fachadas: un bengalow desembarcado en Bah?a Blanca semanas antes por encargo del italiano Pirovani, contratista de las obras del dique.

As? que empezaba а anochecer, las calles de este pueblo improvisado, desiertas durante el d?a, se poblaban instantаneamente con la variada muchedumbre de los peones. Los grupos, al volver de los diversos lugares donde hab?an estado trabajando, se encontraban y se confund?an, siguiendo la misma direcciоn.

Una casa de madera, que por su tama?o era la ?nica que pod?a compararse con la del contratista, los iba atrayendo а todos. Sobre su puerta hab?a un rоtulo, hecho en letras caligrаficas: «Almacеn del Gallego». Este gallego era, en realidad, andaluz; pero todos los espa?oles que van а la Argentina deben ser forzosamente gallegos. Al mismo tiempo que despacho de bebidas era tienda de los mаs diversos art?culos comestibles y suntuarios. Su due?o se ofend?a cuando las gentes llamaban «boliche» а lo que еl daba el t?tulo de «almacеn»; pero todos en el pueblo segu?an designando al establecimiento con el nombre primitivo de su modesta fundaciоn.

Un grupo de parroquianos fieles ocupaba por derecho propio las cercan?as del mostrador. Unos eran emigrantes de Europa que hab?an rodado por las tres Amеricas, desde el Canadа а la Tierra del Fuego. Otros, mestizos о blancos, vueltos al estado primitivo despuеs de largos a?os de existencia en el desierto: hombres de perfil aguile?o, gran barba y luenga cabellera, tocados con amplios chambergos y llevando un cinturоn de cuero adornado con monedas de plata, dentro del cual ocultaban, а medias nada mаs, el revоlver y el cuchillo.

Fuera del boliche – ahora almacеn – , unas en espera de sus maridos para que no bebiesen demasiado, y otras al atisbo de los compa?eros de sus noches, estaban las bellezas mаs notables de la Presa, mestizas de tez de canela y ojos de brasa, con cabelleras duras de color de tinta y dientes de luminosa blancura, unas exageradamente gordas; otras absurdamente flacas, como si acabasen de salir de una poblaciоn sitiada por hambre о como si una llama interior devorase sus jugos.

Empezaron а brillar luces en las casas, perforando con sus rojas punzadas la gasa violeta del crep?sculo. Celinda y su acompa?ante contemplaban el pueblo y el r?o silenciosamente, como si temieran cortar con sus voces la calma melancоlica del ocaso.

– Vаyase, se?orita Rojas – dijo еl de pronto, repeliendo la dulce influencia del ambiente. – Va а cerrar la noche y su estancia se halla lejos.

Se resistiо Celinda а reconocer la posibilidad de un peligro para ella. Ni los hombres ni la noche pod?an inspirarle miedo. Pero al fin se despidiо de Watson y puso su caballo al galope.

Entrо Ricardo en la Presa por un descampado que sus habitantes consideraban como la calle principal; aunque en esta poblaciоn reciente, todas las v?as resultaban principales а causa de su enorme amplitud.

El gobierno previsor de Buenos Aires no toleraba que los pueblos surgidos en el desierto tuviesen calles de menos de veinte metros de anchura. ?Quiеn pod?a adivinar si ser?an alg?n d?a grandes ciudades!… Y mientras llegaba esto, las viviendas bajas y de un solo piso permanec?an separadas de las de enfrente por un espacio enorme que barr?an en l?nea recta los huracanes glaciales о entoldaban con su niebla las columnas de polvo. Unas veces el sol hac?a arder el suelo, levantando ante el paso del transe?nte nubes rumorosas de moscas; otras, los charcos de las rar?simas lluvias obligaban а los habitantes а marchar con agua hasta la rodilla para ver al vecino de enfrente.

Seg?n avanzaba Watson entre las dos filas de viviendas, fuе encontrando а los principales personajes del pueblo. Primeramente viо al se?or de Canterac, un francеs, antiguo capitаn de artiller?a, que, seg?n afirmaban muchos que se dec?an amigos suyos, se hab?a visto obligado а marcharse de su patria а consecuencia de ciertos asuntos de ?ndole privada. Ahora serv?a como ingeniero al gobierno argentino, en obras remotas y penosas de las que hu?an sus colegas hijos del pa?s.

Era un hombre de cuarenta a?os, enjuto de cuerpo, con el pelo y el bigote algo canosos, pero conservando un aspecto juvenil. Ten?a al andar cierto aire marcial, como si a?n vistiese uniforme, y se preocupaba de la elegancia de su indumento, а pesar de que viv?a en el desierto.

Hab?a entrado а caballo por la llamada calle principal, vistiendo un elegante traje de jinete y cubierta la cabeza con un casco blanco. Al ver а Watson echо pie а tierra para caminar junto а еl, sosteniendo а su caballo de las riendas, al mismo tiempo que examinaba unos dibujos del americano.

– ?Y Robledo, cuаndo vuelve? – preguntо.

– Creo que llegarа de un momento а otro. Tal vez ha desembarcado hoy en Buenos Aires. Vienen con еl unos amigos.

El francеs siguiо examinando los planos del joven, sin dejar de andar, hasta que llegaron frente а la peque?a casa de madera que le serv?a de alojamiento. All? entregо las riendas con una brusquedad de cuartel а su criado mestizo, y antes de meterse en su vivienda dijo а Ricardo:

– Creo que sоlo nos faltan seis meses para terminar la primera presa en el r?o, y Robledo y usted podrаn regar inmediatamente una parte de sus tierras.

Continuо Watson la marcha hacia su casa; pero а los pocos pasos hizo alto para responder al saludo de un hombre todav?a joven, vestido con traje de ciudad, y que ten?a el aspecto especial de los oficinistas. Llevaba anteojos redondos de concha, y sosten?a bajo un brazo muchos cuadernos y papeles sueltos. Parec?a uno de esos empleados laboriosos, pero rutinarios, incapaces de iniciativas ni de grandes ambiciones, que viven satisfechos y como pegados а su mediocre situaciоn.

Se llamaba Timoteo Moreno y era nacido en la Rep?blica Argentina, de padres espa?oles. El Ministerio de Obras P?blicas lo hab?a enviado como representante administrativo а las obras de la Presa, y еl era el encargado de pagar al contratista Pirovani las sumas debidas por el gobierno.

Despuеs que saludо а Watson se diо una palmada en la frente y quiso retroceder, mirando al mismo tiempo sus papeles.

– He olvidado dejar en casa del capitаn Canterac el cheque sobre Par?s que le entrego todos los meses.

Luego hizo un movimiento de hombros y continuо andando junto al norteamericano.

– Se lo darе cuando vuelva а mi casa. De todos modos, no tenemos correo hasta pasado ma?ana.

Estaban frente al bengalow habitado por el hombre mаs rico del campamento, y vieron cоmo sal?a еste y se acodaba en la barandilla de una de las galer?as. Luego, al reconocerlos, bajо apresuradamente la escalinata de madera.

El italiano Enrico Pirovani hab?a llegado а la Argentina como obrero diez a?os antes, y era tenido ya por uno de los hombres mаs ricos del territorio patagоnico que se extiende desde Bah?a Blanca а la frontera andina de Chile. Todos los Bancos respetaban su firma. No pasaba de los cuarenta a?os;

llevaba el rostro afeitado; era grande y musculoso, pero empezaba а mostrar la blandura naciente de los organismos invadidos por la grasa. Ten?a el aspecto del trabajador manual que ha hecho fortuna y no puede ocultar cierta tosquedad reveladora de su origen. Luc?a numerosas sortijas, as? como una gran cadena de reloj, y su traje siempre era flamante.





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